Reflexión: Que pinta la ética en el siglo XXI

Luis Pernía Ibáñez (CCP Antequera)

Vivimos una sociedad desvinculada, en la que cada vez es más difícil hacernos cargo de los que quedan detrás. Necesitamos revincularnos, apostar por caminar juntos, anteponiendo  el bien común al interés individual

“Tiempos difíciles, tiempos oscuros”,  decía mi viejo amigo, el parroquiano Antonio, aludiendo al colapso ecológico y la irrupción brusca de la info y la bio-técnicas, señalando, a su vez, que todos los que estábamos allí pintábamos canas y éramos conscientes de que nuestros relatos, los relatos con los que nos que nos habíamos identificado, especialmente el religioso, se estaban desmoronando. E insistía que no ha surgido un nuevo relato que lo sustituya, y lo comparaba a la aventura de nuestro amigo común, Assane, un joven emigrante senegalés que estuvo vagando casi tres años por el desierto, sin un rumbo fijo, sometido a los espejismos, los miedos y la cruel inseguridad de cada paso.

 Algo a lo que también se refiere, con una contundente metáfora, Amin Maalouf (Beirut, 70 años) en El naufragio de civilizaciones (Alianza): nuestro mundo es un moderno transatlántico, considerado insumergible, que avanza inexorablemente hacia el naufragio. Y los pasajeros somos todos nosotros. Cuenta el escritor que el fracaso de Levante —su región natal y cuna de las tres grandes religiones monoteístas— radica en no  articular un proyecto de coexistencia y entendimiento, siendo cada día el espacio de un nuevo enfrentamiento y el espejo de una cruel sinrazón. Un fracaso que se extiende al mundo entero, al negar la coexistencia y la cooperación, abocándolo a un probable naufragio.


Esta puntualización es más que una anécdota, porque hace ver que mirando nuestro derredor encontramos, efectivamente, desolación y  pérdida de referencias. Así, cegados    por esta ventisca de arena, sin referencias éticas donde anclarnos, nos refugiamos en el móvil y la televisión, buscando en sus mil ventanas alguna luz para nuestro desamparo. Pero lo llamativo es que esos vínculos al móvil y la televisión ahondan más en nuestra crisis de valores y de representación, porque nos hacen ver que las cosas no son realmente como son. Buena parte de su publicidad e información es propaganda que trata de decirnos que no sabemos lo que sabemos y que lo que sabemos no tiene ninguna garantía; que la política es un asco, que la religión no sirve, que todo el mundo va a lo suyo. Todo ello adobado con noticias objetivamente falsas o fake news.   Son “tiempos líquidos”, como dice Zygmunt Bauman.

Como si nos moviéramos en un horizonte donde nuestros vínculos con unos valores humanos  universales se rompieran y dejaran nuestra pequeña barca a merced de las olas  y arrecifes. Y así, desposeídos de la referencia a una ética o a unos valores comunes, quedamos al amparo de Facebook o Google, convertidos en proletariado digital, embaucados por los nuevos mitos y el irrefrenable marketing. “Si Google y Facebook fueran compañías petroleras o mineras, nosotros seríamos las formaciones geológicas y las montañas que están perforando”, dice Jeff Spross,  periodista de The Week.  Eso explica el triunfo de la política identitaria, el resentimiento, el egoísmo nacional y la xenofobia irracional de nuestro entorno.

Por otro lado, los avances de la revolución digital nos hacen estremecernos, porque, como señala Harari, estamos a punto de convertirnos en una especie transhumana, más que humana, el homos deus. Un ser humano ciborg, modificado genéticamente, agrandado por la inteligencia artificial y la biotecnología, que están ofreciendo a la humanidad el poder de remodelar y rediseñar la vida, y, por tanto, de  intentar ofrecer un nuevo relato sobre la vida

 A pesar de este cuadro, muchas personas creemos en el valor de la razón, en la fuerza de la filosofía y en el tesoro de la libertad. No solo creemos, sino que lo reivindicamos, traducido todo en un sentimiento llamado cooperación. La cooperación es la ternura de los pueblos, decía Gioconda Belli, y va desde el amor incondicional a la responsabilidad básica de cuidarnos y cuidar la casa común que es la Tierra.

La cooperación sospecha de toda jerarquía y parte de que la verdad y el sufrimiento son iguales para todas las personas, e interpreta que la vida humana se mueve en el marco de la evolución cósmica y de la complejidad de lo real.

Somos un continuo renacer, contándonos ficciones razonables una y otra vez para empezar a enfatizar más allá de las fronteras tribales, conmovidos con los débiles y escuchando los gemidos de parto de esta tierra enamorada de la que formamos parte.

Frente a la negación de la ética, es necesario  emancipar  la razón y defender un nuevo mandato moral que  nos una como seres humanos y que nos responsabilice del cuidado de la Tierra. El primer paso es nuestra propia autoestima, apuntalando los valores que dan sentido a nuestra vida, como puede ser la Declaración de los derechos humanos; en segundo lugar, hay que superar el catastrofismo que Silicon Valley y los dueños de la era digital nos insinúan; y, en tercer lugar, hay que poner en valor la cooperación, el sentido de familia humana que se cuida y cuida de  la Tierra.

Vienen a colación las recientes palabras de Raúl Flores, secretario técnico de FOESSA, cuando rastrando la Andalucía olvidada, donde dos tercios de la población viven en exclusión social, decía: “Vivimos una sociedad desvinculada, en la que cada vez es más difícil hacernos cargo de los que quedan detrás; necesitamos revincularnos, apostar por caminar juntos, anteponiendo el bien común al interés individual”.

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