Reflexión: Existir para alguien: el comienzo de la esperanza

Jesús Bonet Navarro

            No hay mayor pobreza que la de no ser nada para nadie. Y donde hay inexistencia no puede haber esperanza. Pero la esperanza se construye, y quien tiene esperanza la contagia a otros “ayudándoles a existir”, a ser tenidos en cuenta. La esperanza es silenciosa; sólo rompe su silencio cuando tiene que denunciar desigualdades e injusticias.

Si no existo, no espero nada

            Pobre, radicalmente pobre, es quien ni siquiera existe para alguien; nadie aguarda su llegada ni él o ella esperan la llegada de nadie. El descartado, el marginado, el rechazado, el prescindible, el que pasa por la vida aparentemente sin dejar huella, el irrelevante, el insignificante en el conjunto social… es un inexistente.

            Y no hay brote de esperanza donde hay inexistencia, donde no se es mirado a los ojos. Si nadie me espera, nadie me echará en falta; si nadie me reconoce por mi nombre o por mi rostro, nadie notará mi ausencia ni mi sufrimiento. Soy un subproducto entre los muchos productos más valorados que yo en el mercado social. Y entonces la desesperanza me atrae con la  intensidad con que la fuerza de la gravedad de un agujero negro impide que una estrella pueda emitir su luz en medio de una galaxia de estrellas que sí emiten luz: soy un agujero negro, no emito luz para nadie y no espero nada.

            Una de las experiencias más duras de la pandemia causada por el coronavirus ha sido que muchas personas (y también grupos sociales e incluso países) han pasado a formar parte del inmenso grupo de los inexistentes: soledad absoluta, aislamiento social forzado, ausencia de autonomía para las relaciones, desaparición del acercamiento de otros a causa del miedo y del sálvese quien pueda, pobreza; en definitiva, deslizamiento por la rampa de la inexistencia.

La esperanza se construye

            La desesperanza no es una fatalidad; todos somos responsables, en una medida o en otra, de que exista, porque la desesperanza se construye. Pero, por el mismo motivo, la esperanza no llueve de las nubes sino que también se construye.

            El desesperanzado sólo querría que alguien lo mirase de un modo que lo haga sentirse querido, porque con nuestro modo de mirar damos existencia, o no, a quien miramos. Pero cuando la esperanza del que mira es débil, no se puede amar, no se puede transmitir esperanza al otro. Por eso es tan importante construir dentro de nosotros una esperanza fuerte, aunque sea en medio de dudas y errores.

            La esperanza no es una fantasía que nos aleja de la realidad como si fuera una adormidera, sino una energía que nos introduce en ella, en los problemas humanos, en las dificultades de otras personas y en las nuestras. No es paternalista, no regala lo que sobra; cree en el otro porque también espera del otro, pues “la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro” (Francisco, Fratelli tutti, 66).

La esperanza nos mantiene alegres (Rom 12,12), porque la tristeza crónica es incompatible con la esperanza. Es paciente y constante; no busca seguridad, sino un futuro individual y colectivo mejor, sin pretender nada a cambio.

La fuerza de lo enormemente frágil

            Entre lo enormemente grande, el universo, estudiado por la astrofísica, y lo enormemente pequeño, lo subatómico, el microcosmos, estudiado por la física cuántica, está lo enormemente frágil, el ser humano, que se estudia a sí mismo en la experiencia de cada día. ¿Cuál es la fuerza de lo enormemente frágil? La esperanza.

            La esperanza es un signo de identidad de la persona profunda y forma parte de la identidad de quien se ve a sí mismo como existente para alguien. Los momentos difíciles ponen a prueba la calidad de esa esperanza, que no es la proyección de un deseo sino una fuerza para no dejarse atrapar por límites, porque esa es la razón de su ser.

            Pero la esperanza pasa por un aprendizaje silencioso y una actitud del interior de la persona que, poco a poco, le ayuda a ver cuando no se ve nada. Por eso, sólo puede ayudar a otros a caminar en la densidad de las muchas nieblas de la vida quien previamente ha aprendido a aceptar la niebla y a moverse en ella afrontando el miedo y la falta de luz.

Trabajar para que todos existamos

            La esperanza –y, frecuentemente, la vida- de los desesperanzados depende, en gran parte, de la esperanza de quienes la tienen, porque la esperanza se contagia. Para que alguien pueda tener esperanza necesita ser esperado, existir para alguien, que alguien le llame, le hable, le mire, le abrace, le dedique tiempo, le escuche y haga algo por él o ella.

            La esperanza no está en el ruido, sino en el amor silencioso. Sin embargo, rompe su silencio, sin pensárselo, para unirse a la voz de los que no tienen voz y darles voz, denunciando con energía cualquier injusticia: la que se comete con el inmigrante que no es tratado como persona, o con la mujer que aguanta por miedo la violencia de un hombre, o con la niña que sufre abusos sexuales, o con el homosexual acosado en la calle o en el trabajo, o con quien tiene otra cultura u otros credos.

            Encontrar o recuperar el sentido de la vida tiene mucho que ver con la esperanza con que la vivimos. Dar y recibir esperanza es trabajar para que todos existamos, o sea, que nos sintamos personas y se nos reconozca como tales, que sintamos que pertenecemos dignamente a la humanidad, porque “no existe peor alienación que  experimentar… que no se pertenece a nadie” (Francisco, Fratelli tutti, 53).

2 comentarios

  1. Muy importante repensar la desesperanza, como se construye hoy en nuestra sociedad, los errores o modelos de pensamiento que no solamente no alientan la esperanza sino que van más allá y construyen los cimientos de un modelo de sociedad que la pone muy seriamente en peligro.

  2. Me ha parecido importante la idea de que la esperanza no nos llega de las nubes. Se construye. La tenemos que ir construyendo en medio de dudas y errores.

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