Reflexión. Esperanza: Más allá del Miedo y de la Ira

Jesús Bonet Navarro

Un miedo colectivo, una ira que lleva a la agresividad violenta y un panorama sociopolítico y sanitario convertido en pesadilla han ido gestando un clima de desesperanza y de pérdida de sentido al que sólo puede dar respuesta una esperanza profunda, que está mucho más allá de un voluntarioso optimismo.

Un panorama sanitario, social y político que angustia

            Por un lado, un virus que trastoca casi todos nuestros planes y formas de vida, y que parece estar lejos de ser domesticado. Por otro, una serie de problemas sociales: crisis de los valores democráticos y del reconocimiento de la igualdad entre las personas; debilitamiento de las culturas uniformes;  miedo al diferente y al inmigrante, percibidos como inferiores y como amenaza; ataques a los derechos de las minorías.

            Pero, además, un clima político tóxico, áspero, basado en la confrontación. La consecución del poder por cualquier medio es lo que importa: valen la desinformación, el bulo, la mentira, la violencia verbal, el mensaje simplista que la gente quiere oír, la pretensión de representar “a todo el pueblo” como supuesta prueba de posesión de la verdad, las promesas imposibles de realizar, la formación de bloques para que no haya escucha ni diálogo… Todo vale, sin ningún respeto a la lógica, a la ética y, sobre todo, a la verdad y a lo que realmente necesitamos los ciudadanos.

Un miedo que abruma

            Somos genéticamente miedosos; el miedo es una emoción primaria que no necesitamos aprender porque nacemos con ella. Pero el miedo puede ser racional o irracional, espontáneo o inducido, natural o manipulado. En todos los casos, cuando es intenso, produce una sensación de estrechez en la vida, de angustia existencial.

            No hace falta demostrarlo: vivimos ahora en una situación de miedo, de miedo colectivo, que es peor y abruma más que el individual. El miedo excita los sentidos y, muchas veces, anestesia la razón. Y cuando la razón está anestesiada o dormida, ocurre lo que se lee al pie de uno de los grabados de Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”.

            Los monstruos ahora son los miedos al descontrol de la amenaza que percibimos, a la incertidumbre del futuro, a lo desconocido que nos espera, a la pérdida del empleo, a la enfermedad, a la muerte, a la quiebra del sentido de la vida.

Una ira que degenera en violencia

            Consecuencias del miedo incontrolado -individual o colectivo- son la ira y su hija la violencia: hacia dentro de la propia persona y hacia los otros. Si, además, hay quien se encarga de amplificar el malestar social, el resentimiento y el odio, y se desata el activismo de extremistas y fundamentalistas, tenemos servida una sociedad violenta en la que es muy difícil respirar con calma y mantener el tono emocional.

            Por otra parte, el virus y la toxicidad social han quebrado dos de los ejes esenciales de nuestro equilibrio emocional: el control del espacio y el control del tiempo. Hemos visto reducidos nuestros movimientos en el espacio de la ciudad, del país o del extranjero, hemos permanecido más tiempo en el espacio cerrado de casa, hemos tenido miedo a entrar en lugares considerados no seguros; a la vez, no hemos organizado nuestro tiempo como nos hubiera gustado (viajes, vacaciones, encuentros con familia y amigos…) y hemos renunciado a muchos proyectos. Queramos o no, podemos tener la sensación de estar en una jaula, y el enjaulamiento se traduce en ira, y la ira en violencia.

La esperanza: más allá del miedo y la ira

            El parto que se produce después de la unión entre el miedo y la ira es la desesperanza. Y ahí parece que estamos, aunque no podemos quedarnos ahí, porque, como decía Ernest Bloch, “somos un gran depósito lleno de futuro” (E. Bloch, El principio esperanza).

            En una sociedad repleta de tecnología, de prisa, de postverdad o de verdades a la carta no es fácil detenerse a pensar por uno mismo, a ser crítico, a entrar en la profundidad de nuestro interior, a tener esperanza; hacer eso es hoy revolucionario, antisistema, porque el sistema está en otro planeta.

            Esperanza no es igual que optimismo; éste confía pasivamente en que tal vez las cosas salgan bien; aquélla trabaja para que salgan bien. La esperanza no es un tranquilizador de la conciencia, sino que empuja hacia adelante, hacia la utopía, que no es una quimera imposible, sino el camino hacia el horizonte de un bien que todavía no es pero podemos hacer que sea, y que no está exenta de inseguridades y dudas ni tiene garantizado el éxito, y menos el éxito inmediato.

Un manantial de vida

            La esperanza es un manantial de utopía, de alegría, de sentido, de fuerza para todos los que quieren empujar la historia y, aunque sufran como los demás, no se dejan vencer por el miedo y la ira. La esperanza fuerza los límites del presente, y no permite que le aten el desaliento y la confianza única en lo que se toca y se posee.

            En momentos de desesperanza, fruto del miedo, de la ira, del materialismo, de la inmediatez…, quiero recordar unas palabras pronunciadas en una conferencia, hace años, por José María Mardones: “La esperanza cristiana pasa por la esperanza de los sin esperanza y por la esperanza de los que intentan crear esperanza en ellos” (J. M. Mardones, Esperanza cristiana y utopías intrahistóricas). En esa esperanza creo.

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