LA ALEGRÍA SE NUTRE EN LOS PECHOS DE LA ESPERANZA

Esteban Tabares57 reflexiones 2 

“No está el horno para bollos”, solemos decir cuando las cosas van mal y alguien nos hace una broma. Ciertamente, gran parte de la realidad de nuestro mundo –dolorosa y sufriente, conflictiva, preñada de injusticia y desigualdad, flagelada por catástrofes naturales o provocadas– no está para tirar cohetes. Es obvio que muchas veces nos cuesta trabajo encontrar alicientes para el optimismo y la alegría. Pero no es bueno caer en el derrotismo, puesto que ningún tiempo pasado fue mejor. Ni sostener que hemos llegado al final de la historia, en el sentido de que nuestra civilización ha logrado todas sus metas (democracia, libre mercado, bienestar material) y ya no cabe esperar nada más. Ni tampoco proclamar el final de la utopía, dado que todas las utopías totalizantes y revolucionarias han fracasado o no son viables en nuestra sociedad actual. Es posible hallar caminos y en ello estamos.

Tanto a nivel social como eclesial vivimos tiempos duros, tenemos el viento de cara y es difícil avanzar. En lo social hay un fuerte derrumbe de lo colectivo y un desinterés masivo hacia el compromiso debido a las esperanzas defraudadas por unos u otros y a la ausencia de modelos vivos que entusiasmen. La mayoría de la gente se inclina más por vivir en la apatía y en la indiferencia que en el interés por los demás y la resistencia a la injusticia. En lo eclesial, la cúpula dirigente dicta e impone la consigna de mirar atrás, de enquistarse en situaciones privilegiadas, a resguardo de la intemperie y del riesgo, poco atenta a los problemas y sufrimientos humanos, de espaldas a un Evangelio Liberador. Interesa más salvar la institución que salvar a la gente de sus desdichas. “El resultado es una Iglesia que nunca morirá de parto, pero es posible que agonice de esterilidad”  (G. Faus).

Estas y otras muchas circunstancias adversas pueden empujarnos hacia la prueba de la tristeza aliada con el desánimo. “¿Quién nos removerá la losa?” se decían las estristecidas y fieles mujeres ante el sepulcro de Jesús (Mc.16,3). La tristeza les había arrebatado la esperanza y las fuerzas. Lo contrario de la alegría quizás no sea la tristeza, pues sabemos por experiencia que a veces pueden ir unidas. El gran adversario de la alegría puede ser el temor, el miedo, capaz de paralizar y frenar toda reacción activa.

Superamos el temor cuando permitimos al Espíritu darnos otra visión de la realidad, ver más en profundidad cómo se teje dialécticamente el proyecto de Dios en la densidad y opacidad de lo real y cotidiano. Pentecostés (dejar el temor, abrir las puertas, recibir llamaradas de ánimo) es un milagro que todos-as podemos degustar, si así lo queremos. Pedimos apasionada y, a veces, angustiosamente: “¡Ven, Espíritu Divino, llena nuestros corazones, y renueva la faz de la tierra!”… Y el Espíritu nos viene, nos habita, y una callada e inagotable alegría nos invade, puesto que “En la interior bodega de mi Amado bebí… Allí me dio su pecho, allí me enseñó ciencia muy sabrosa” (S. Juan de la Cruz. Cántico Espiritual, 26-27). ¿Cuidamos esta experiencia? ¿Qué oportunidad le concedemos al Espíritu?…

Unidos a tantas personas buenas y rectas, sabemos que es muy difícil cambiar el sentido de lo torcido y erradicar tanta injusticia y dolor evitables; pero también sabemos que no es imposible. No existe ninguna certeza de que sea posible lograrlo, pero tampoco nadie puede estar absolutamente seguro de que sea imposible. Se trata, pues, de una opción de vida y una apuesta histórica. Es ahí donde emerge y se desarrolla nuestra esperanza cristiana. Una esperanza que es dinamismo y promesa feliz y, por eso, fuente de alegría. «Que la esperanza os tenga alegres, sed enteros en las dificultades y asiduos en la oración» (Rom. 12,12). Nuestra alegría se nutre en los pechos de la esperanza, la cual nos anima a ver, oír y comprender que «El Reino de Dios ya está en medio de vosotros?» (Lc. 17,21). ¿Cómo hacemos los análisis de la realidad? ¿Qué gafas usamos: de color negro o de color esperanza?…57 reflexiones 3

Es cierto que los signos de este Reino son ambiguos, puesto que conviven históricamente con múltiples y dolorosas muestras del anti-reino, igual que crecen juntos el trigo y la cizaña (Mt. 13,14-30). De ahí la necesidad de tener la paciencia y la esperanza del sembrador, pues «Si esperamos algo que no vemos, necesitamos constancia para aguardar» (Rom. 8,24). Además contamos con el auxilio de la fe que, a modo de prismáticos de largo alcance, nos pone cerca lo que aún está lejos: «La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven» (Heb. 11,1). ¿Cómo medimos el ritmo y los plazos de nuestra acción? ¿Qué duración le concedemos a la historia? ¿Nos creemos salvadores o sembradores? ¿Ponemos la fe en Dios dentro de nuestros análisis?…

Nuestra fe esperanzada nos ayuda a ver con alegría que la terca realidad tiene una dimensión divina. Cuando nos comprometemos para transformar el lado oscuro de lo real vamos encontrándonos con algo del Misterio divino, puesto que «Dios es acción creadora (bondadosa) y quien realiza esa creación participa de Dios, colabora con Él, se convierte en su providencia y ayuda a la implantación del Reino. El bien –por ser divino– es todopoderoso […] No somos tan miserables como nosotros mismos pensamos. Nuestra gran creación tiene que ser un mundo donde esa alegría noble sea posible. Crear es hacer que algo valioso que no existía exista. Su culminación es la bondad, lo más valioso entre lo valioso» (J. A. Marina, Por qué soy cristiano, págs. 140 y 148).

He ahí los pechos de los que nos nutrimos los-as creyentes cristianos: la fe, la esperanza y el amor, que en griego bíblico se dice «agapé» y significa el compromiso y la bondad hacia el prójimo. Esos tres nutrientes nos hacen sentirnos tan bien que saltamos de alegría interior, y nada ni nadie puede poner freno ya a nuestro dinamismo. No nos queda resquicio alguno para el temor que frena y acobarda, sino que hasta podemos «mover montañas», es decir, desplazar ese inmenso Everest de realidades inhumanas por injustas.

Mas ¿qué hacer cuando el obstáculo a remover es demasiado grande, o cuando la situación a superar es durísima? Cada cual sabrá beber de su propio pozo, de su propia profundidad, allí donde Dios se hace Misterio y donde cuesta descifrar el sentido de la realidad y de cuanto nos sucede. Ahí encontrará la brújula y el sectante para no perder el rumbo en la noche. Personalmente, en tales momentos, me sirve de mucha ayuda recordar aquello de Santa Teresa: «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.»57 reflexiones 4

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