Capellanes castrenses y estado laico

Goio Ubierna

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El arzobispo José Manuel Estepa fue nombrado Vicario General Castrense para la atención pastoral de los ejércitos de España el 30 de julio de 1983 y en ese cargo permaneció más de 20 años, al tiempo que redactaba en castellano el «Catecismo de la Iglesia Católica». El actual arzobispo general castrense es Francisco Pérez. No se entiende cómo pueden encajar los capellanes castrenses o de prisiones en un Estado que se proclama Laico. Resulta también ilustrativo que, en el plano ideológico, la monarquía aparezca frecuentemente ligada a elementos conservadores, predemocráticos incluso, con mención expresa a la institución militar y a la eclesiástica.

Para intentar comprender esa aparente contradicción hay que remontarse a la historia que creó ese estrecho maridaje entre la Iglesia y los militares, perfectamente definido en el libro «La Iglesia de Franco» de la editorial Crítica, escrito por Julián Casanova. La Iglesia se sentía muy cómoda en el antiguo régimen y vivió la caída de la monarquía como una auténtica catástrofe, no soportó el sistema de representación parlamentaria, de legislación laica. No soportó la República en la que los valores católicos ya no eran hegemónicos.

La jerarquía católica alentó la conspiración militar en 1936 y saludó la sublevación como «providencial» (cardenal Gomá). «Benditos sean los cañones, si en las brechas que abren florece el Evangelio» (obispo de Cartagena). La Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de la causa de los militares sublevados. La reacción que produjo en los revolucionarios, que veían frustradas sus expectativas y amenazadas sus vidas, fue también muy violenta y dramática. En las zonas donde no prosperó el golpe militar se entregaron armas a la población para la defensa de la República. En medio de ese desconcierto, la represión y la venganza sobre los clérigos y templos fue muy grande, cerca de 7.000 fueron asesinados, entre ellos 13 obispos. Ello agudizó aún más el espíritu de cruzada de los golpistas y sus «mártires» se convirtieron en una referencia ineludible entre la legión de capellanes enrolados con los carlistas y los falangistas de aquel verano de 1936, hasta el extremo de que «figuraban capellanes en número tan crecido que se estorbaban unos a otros», escribía Juan de Iturralde.

El jesuita F. Huidobro, capellán de la legión, admiraba a los requetés «que lo llenan todo de religioso idealismo, patria…¡cómo hablan de la muerte!». Y Fray Justo Pérez de Urbel exclama también: «¡Qué estallido de entusiasmo! ¡Qué desprecio a la muerte!» Y sobre todo qué desprecio por la muerte de los demás, de los «sin Dios», a quienes los requetés les pedían de rodillas que se confesaran antes de asesinarlos. Otro capellán, Juan Garay, se jactaba de haber «quitado de en medio a más de cien marxistas» con su «pistolita». Como escuchó Dioniso Ridruejo en un sermón en la catedral de Segovia: «La patria debe ser renovada, toda la mala hierba arrancada, toda la mala semilla extirpada…No es éste momento para escrúpulos». Eso sí, todos los «paseados» «tienen oportunidad de confesarse antes de morir y, por lo tanto,pueden ir al cielo», porque, como escribía el sacerdote jesuita Alberto Risco, esos legionarios y regulares «embriagados con la sangre» llevaban «el aliento de la venganza de Dios sobre las puntas de sus machetes». El obispo Enrique Pla y Deniel saludaba la guerra «necesaria» como «gran escuela forjadora de hombres».

La Iglesia colaboró «en cuerpo y alma» en ese baño de sangre, justificando y encubriendo las matanzas, «bendiciendo las ensangrentadas armas de la rebelión», «canonizando el crimen». Los capellanes estaban entusiasmados con el «resurgimiento religioso del país», fruto del terror, ellos «vendían e imponían moral católica, obediencia y sumisión a los condenados a muerte», pero jamás «intercesión ni buenos oficios». Martín Torrent dirá de los presos de su cárcel modelo de Barcelona, que ésta les hacía cambiar, les convertía de nuevo a la religión, les hacía amar otra vez a su familia, por lo cual el «dolor» del preso era «un gran bien espiritual». Esa purga desarticuló las raíces del laicismo. Para conseguir la libertad condicional el preso debía superar el examen de religión. El 80% de los fusilados se arrepentían, porque de otra manera su familia seria represaliada. Esos «hijos traidores…confiesan humildemente sus pecados cuando se ven en las fronteras de la muerte» (Fray Menéndez-Reigada). La Iglesia y la religión lo inundaron todo. El español «es el único Estado verdaderamente católico que hoy existe», declaraba Franco el 17 de abril de 1946. Las escuelas católicas olían a flores e imperio.

Durante casi toda la dictadura, la Iglesia no quiso saber nada de perdón ni de reconciliación, de la misma manera que durante la guerra se opuso a la negociación de la paz, e incluso le pidió al Papa que no interviniera. Aquél era un «plebiscito armado», que había que ganar, una Santa Cruzada, la Segunda Reconquista para salvar a España del liberalismo y la democracia.

Un Decreto del 4 de agosto de 1931 había disuelto el cuerpo de capellanes, pero el exterminio puesto en marcha en nombre de Dios desde el verano de 1936 obligó a regular la asistencia espiritual a los reclusos, porque se les mataba para purificar la patria, pero había que salvar sus almas, así que debieron confesarse y recibir la extrema unción. El momento ideal para entrar en acción era «después de la primera descarga, antes del tiro de gracia» recomendaba el jesuita Pérez del Pulgar.

El nacionalcatolicismo era el antídoto perfecto frente al laicismo proclamado en la República. La terrible tríada de dominio político, militar y religioso quedó sancionada el 9 de febrero de 1939 con la Ley de Responsabilidades Políticas, que en su artículo 48 del Capítulo II, demandaba de los curas párrocos (además de los alcaldes y la guardia civil) informes para la limpieza de rojos, que desembocó también en el saqueo y pillaje de bienes. Una «operación quirúrjica en el cuerpo social español» (obispo Pla y Deniel).

¿Por qué siguen existiendo los capellanes en un Estado laico? Porque la transición de la dictadura a la monarquía fue llevada a cabo por quienes ejercían el poder totalitario y entre ellos estaba la Iglesia. Los garantes son los militares.

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