CALIDAD DE VIDA, ¿REALIDAD O MITO?

Una reflexión creyente desde la psicología

 Jesús Bonet Navarro 

La cultura del deseo

“En la actualidad –dice José A. Marina en El laberinto sentimental- hay una cultura del deseo que aspira a sentirse continuamente estimulada”; pero “mientras hay personas incapaces de dominar un deseo, otras, por el contrario, son incapaces de desear nada”. En ese contexto cultural del deseo se habla mucho de la calidad de vida; pero en seguida surgen las preguntas respecto a ella: ¿es lo mismo calidad de vida que satisfacción de deseos?; la resistencia a frustrarse cuando no se logra un deseo o cuando hay que aplazar su cumplimiento, ¿no es signo de madurez y, por tanto, de calidad de la persona?; ¿puede haber calidad de vida cuando no hay calidad de persona?

Está claro que cualquier modelo de vida, de creencias o de visión del mundo contiene ciertas expectativas. Y, desde luego, son esas expectativas las que marcan nuestras emociones, nuestros deseos, nuestras frustraciones, nuestros esfuerzos y nuestra dedicación de tiempo: “Donde hay un deseo, hay siempre un camino”, dice un proverbio swahili. El problema está en qué deseos y qué caminos merecen la pena, cuáles exigen la servidumbre de la persona y cuáles la liberan. “Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa sino lo que ama”, afirmaba hace dieciséis siglos S. Agustín. Desear es normal en quien no se conforma con los estrechos límites de la existencia humana, pero el mero hecho de ver satisfecho un deseo no es un indicador de calidad de vida; puede serlo de lo contrario.

 La patología de la calidad de vida

Cuando hoy se oye hablar de calidad de vida no es difícil entender lo que con frecuencia quiere decirse:

En primer lugar, la calidad de vida incluye cierta definición de felicidad, que es entendida como el conjunto de salud, bienestar emocional, realización personal y social, éxito, trabajo y dinero.

En segundo lugar, incluye un contexto socio-político que ofrezca seguridad, promoción personal, pluralismo, respecto a la vida privada y poco control de las actividades de los ciudadanos.

En tercer lugar, incluye una ética en la que se mezclan la tolerancia con el individualismo y las formas externas con la eficacia, pero en la que, además, el mal no es mal sino error, el compromiso estable es sólo para héroes, todo vale si no te descubren, la virtud siempre es el término medio, el paternalismo sustituye a la lucha por la justicia, lo moral se equipara a lo socialmente correcto y cualquier norma que no proceda de uno mismo es, como mínimo, sospechosa.

No puede negarse que algunos elementos, muy pocos, de los que cito son asumibles en cualquier definición de calidad de vida. Pero ¿y los otros? Por eso, no hace falta abrir mucho los ojos para descubrir también la contraportada patológica, además de que muchos de los deseos que incluye la calidad de vida son inalcanzables para la mayor parte de la humanidad.

El primer elemento patológico de la cultura del deseo es la necesidad obsesivo-compulsiva de consumir: las imágenes compulsivas de consumo se presentan como intrusas y persistentes, y provocan ansiedad y malestar si no se traducen en realidades. La persona se siente provocada a realizar la compulsión de consumo para reducir el malestar; de modo irracional y para evitar el fracaso de no vencer la compulsión, se claudica ante ella y no sólo se renuncia a combatirla sino que se incorpora a la vida como una actividad más. Pero, como es imposible disfrutar del consumo de todo lo que se adquiere o se posee, se hace imprescindible introducir otra cultura, la cultura del tirar. Y así se construye una relación sospechosamente equilibradora de la ansiedad, la relación del consumir (usar) y el  tirar. De ese modo, se puede consumir (usar) y tirar cualquier persona o cosa, porque al final todo es susceptible de ser consumido y tirado: el vaso de plástico, la camisa pasada de moda, el coche todavía en buenas condiciones, el móvil, el ordenador cuyo disco duro hemos llenado de cosas inútiles…; y también se puede usar y tirar, según las conveniencias y oportunismos, al otro miembro de la pareja, a Dios, los sacramentos (primeras comuniones, bodas, …), las creencias, etc. Nada ni nadie tiene garantizada una valoración permanente.

El segundo elemento patológico tiene que ver con las insatisfacciones psicológicas que ese tipo de vida produce y que llevan, a menudo, al aburrimiento, a la frigidez de deseos, a la depresión, al estrés, a la envidia, a la agresividad, a la soledad, a la crónica sensación de falta de tiempo, a la prisa y al encierro en el cascarón personal.

Y el tercer elemento es la relativización ética del comportamiento: lo que importa es tener la conciencia tranquila mediante la eliminación de todo sentimiento de culpa, a base de justificar lo injustificable; los sufrimientos de otras personas afectan, a lo sumo, sentimentalmente, pero sin conducir a ningún tipo de compromiso para combatirlos; la relación con los demás tiende a reducirse al mantenimiento de las conexiones (teléfono móvil, correo electrónico), en lugar de ser una implicación de pertenencia a un grupo; la moral es coyuntural y relativista, con un tinte de escepticismo sobre la existencia de valores universales y comunes que nos unan a otras personas, independientemente de sus creencias o de su color de piel.

A pesar de todo, ¡viva la calidad de vida!

Seguramente, la calidad de vida habrá que ponerla en otros horizontes. El mensaje de Jesús de Nazaret no es el mensaje de un aguafiestas para otros aguafiestas: “Yo he venido para que vivan y estén llenos de vida” (Jn 10,10). Lo que pretende, precisamente, es ofrecer calidad de vida. La sencillez, la austeridad, el compartir, el que a uno se le muevan de verdad las entrañas cuando ve sufrir a otro, el trabajo por la justicia, el no ver al otro siempre como competidor, el admitir que todos los hombres y mujeres somos hijos del mismo Padre-Madre y por eso tenemos la misma dignidad, el que no pongamos nuestra confianza en lo material ni vendamos nuestra conciencia,… eso es calidad de vida. Y esa no es la moral de esclavos de que hablaba Nietzsche, sino una moral de seres libres.

Reducir el consumo no implica reducir la calidad de vida; ser austero para compartir lo que se es y lo que se tiene no es quedarse vacío (multiplicación de los panes y los peces); ser sencillo y servir no es ser menos importante; ser fiel continuadamente a una opción no es ser tonto; saber perdonar no es hacer el ridículo; figurar socialmente menos no es tener una personalidad inferior; dar gratis lo que se ha recibido gratis (Mt 10,8) no es estar desfasado.

¡Viva la calidad de vida!: la que me hace disfrutar del presente sin la angustia del deseo para mañana, la que me deja ser libre, la que me permite vivir en paz interiormente, la que me ayuda a pensar en el otro, la que me hace jugarme la vida para ganarla (Lc 9,24).

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