Laicidad como oportunidad

Jesús Bonet Navarro

Laicidad, pluralidad y dinamismo

La laicidad es uno de los frutos de la mente pluralista y sinceramente democrática. No hay que confundir laicidad (que es un concepto incluyente de la diversidad, religiosa o no) con laicismo (que excluye del quehacer social común lo que huela a religioso).

Una sociedad laica, madura, no confesional, no organizada sobre el principio de sacralidad, es un espacio de encuentro entre diferentes, sin renunciar a la identidad de cada uno, con tal que esa identidad no sea excluyente de las demás. Por eso, acoger un clima laico de convivencia y desenvolverse en él no significa abandonar o descafeinar nuestras creencias y convicciones, pero sí aceptar que los otros pueden ofrecer un complemento, una apertura e incluso una corrección a nuestro modo de entender la realidad y el sentido de la vida.

Nos hallamos, querámoslo o no, en una sociedad cada vez más laica, más postreligional (quizá aún no postreligiosa), pero que no tiene por qué ser antirreligiosa. Dicho con otras palabras: pasaron los tiempos en que la comunidad civil de un lugar era, al mismo tiempo, la comunidad religiosa de ese lugar; por otra parte, aún no estamos en la época en que la religión haya dejado de existir individual o socialmente; pero, desde luego, el cambio de ejes sociales no significa que estemos en una sociedad antirreligiosa.

Esta sociedad en que vivimos será cada vez más plural y más pluralista. El monolitismo fundamentalista, más basado en la ignorancia y en el miedo que en la seriedad de las convicciones, dará todavía muchos quebraderos de cabeza y provocará mucha violencia, pero tiene poco futuro, porque va contra la evolución natural: desde el Big-bang, la naturaleza, sobre todo la viva, se ha enriquecido progresivamente pluralizándose y diversificándose, pero sin impedir la convivencia y la coherencia de la biodiversidad; una especie que se queda sola o no se adapta, termina desapareciendo. “El pluralismo, como dice Raimon Panikker (Entre Dieu et le cosmos, 166), es una de las experiencias más ennoblecedoras que puede experimentar la conciencia humana”. Nadie que conozca un poco el dinamismo de la vida interior del ser humano, buscador inquieto por naturaleza, puede dejar de ser pluralista y, en el fondo, dejar de ser laico en el sentido explicado.

Cuanto más profundizamos en la experiencia personal, incluida la religiosa, más tomamos conciencia de que nuestra visión de la realidad, particularmente de la Gran Realidad, que es fundamento de todo, es limitada. Cuanto más abiertos estamos a aprender de otros, menos dispuestos estamos a enseñarles visiones dogmáticas de las cosas; es más, difícilmente podemos tener la pretensión de enseñar a los demás cuando no tenemos la humildad de aprender de los demás. Por eso, la laicidad es ese juego dinámico de aprender y compartir, admitiendo que algunas cosas nuestras que queramos compartir con otros no las aceptarán ellos, y viceversa; pero no nos sentiremos frustrados ni experimentaremos eso como ofensa a la verdad.

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La laicidad como oportunidad

Quienes entendemos por fe religiosa una búsqueda, un camino, un compromiso, una confianza en la existencia de un Ser que nos ama y que da sentido a nuestra vida, y al que imperfectamente, con nuestras palabras, llamamos con diferentes nombres (según cada tradición religiosa), pero que verdaderamente es el innombrable, el inexpresable, el inexplicable, … tenemos que aceptar que la visión religiosa de la vida, especialmente tal como muchos hoy la entienden (o la malentienden), no es el único mapa que orienta a las personas hacia la liberación humana. Hay pluralidad de sentidos de la vida, de cosmovisiones, de sistemas de orientación. Nadie abarca la totalidad de la verdad, que, sin embargo, todos buscamos.

La progresiva secularización, que ha ido de la mano del desarrollo de la democracia y de la autonomía de la razón, ha introducido muchas sospechas sobre los absolutismos. La Gran Realidad, el Gran Misterio de la vida, nos abraza a todos, aunque no lo busquemos, pero nadie tiene los brazos suficientemente largos para abrazarlo a Él.

Por eso, la laicidad, con su secularización por un lado y su pluralismo por otro, es la gran oportunidad de coger manos de otros (sin que nos creamos obligados a lavar las nuestras después) para buscar juntos y hacer un mundo más humano y más habitable. La credibilidad de un mensaje nunca nace del aislamiento de quien lo transmite ni de la imposición a los otros de ese mensaje o de sus aplicaciones concretas. No se trata de negar la parte de verdad que cada uno tiene la impresión o la confianza de estar encontrando; lo que la laicidad niega, y con razón, es la pretensión de absoluto de cada descubrimiento y de su imposición al conjunto de las personas.

Aspectos de la oportunidad

La laicidad es una oportunidad tanto para creyentes como para no creyentes, porque la búsqueda y el encuentro son una necesidad de todos; pero aquí vamos a referirnos a la oportunidad que representa para los creyentes, después de una historia de dogmatismos, hogueras para herejes y brujas, e intolerencia fanática en algunos casos, aun reconociendo que todo eso no tiene nada que ver con la fe y que tampoco todos los creyentes, ni mucho menos, se han comportado así.

El primer aspecto de la oportunidad que se presenta es renunciar a los conceptos de personas elegidas, pueblo elegido, religión elegida, revelación exclusiva…, aceptando, a cambio, el papel de ser testigos de una fe que se expone pero no se impone.

Inmediatamente detrás, iría la convicción de que la razón y la ciencia (desde la genética y la física hasta la antropología, la psicología y la sexología) no son siervas de la fe (o de la teología), como todavía algunos parecen seguir considerando. No se puede estar al acecho de casi cada nueva aportación de la ciencia para armarse de prejuicios y de moralismos que, muchas veces, se demuestra al poco tiempo que sólo sirven para hacer el ridículo. Siguiendo la actitud de Jesús, podría decirse: “dad a la ciencia lo que es de la ciencia y a Dios lo que es de Dios”.

Seguidamente, iría la ética: una moral laica, no religiosa, autónoma, compartida con todos, basada en la razón y en la experiencia, aprovechando la herencia y las aportaciones actuales de las tradiciones religiosas, pero sin que ninguna de éstas intente imponer su ética de máximos a las otras tradiciones ni a quien no quiere saber nada de ninguna; confiando, sobre todo, en que la persona humana tiene capacidad de descubrir, evolucionar y rectificar.

Como consecuencia inmediata (¡ojalá se hubiera hecho esto hace mucho tiempo!), tiene que darse la separación efectiva entre Iglesia y Estado (financiación, exención de impuestos, enseñanza académica de la religión, acuerdos bilaterales privilegiadores…), con la certeza de que, emancipándose cada uno de los dos respecto al otro, la sociedad laica puede llevar mejor las relaciones pero sin intromisiones; y, por otra parte, con la aceptación, por parte de la Iglesia, de que el Estado tiene que legislar para todos los ciudadanos y no sólo para los creyentes, no dependiendo únicamente de los valores o principios éticos de éstos.

De ahí se derivaría una mayor libertad de la Iglesia para criticar algunas religiones laicas cuyos ídolos son, frecuentemente, tan dogmáticos como los de las religiones sagradas: el mercado, el neoliberalismo, el socialismo totalitario, el consumo, el culto a la eterna juventud del cuerpo, el materialismo, el disfrute del presente sin responsabilidad hacia el futuro, el individualismo…, cada uno de estos ídolos con sus mitos y dogmas.

Si queremos un mundo sin fronteras, ese mundo tiene que ser laico. La fe seguirá teniendo valor en el ámbito personal y en su proyección social y política (compromiso por la justicia, participación en la elaboración de la ética de mínimos), pero sin pretender ser siempre la directora de una orquesta en la que hay instrumentos de todos los tipos; ayudará a iluminar, a ofrecer caminos y sentidos, pero no tratará de exigirlos a todos. La Iglesia, sobre todo en sus estructuras y en sus áreas más conservadoras, tendrá que curarse del reumatismo crónico que padece, para que funcionen sus articulaciones y no lance gritos de dolor, en lugar de gritos de alegría, cuando la humanidad camina. “El papel de la Iglesia –dice Juan Masiá, Tertulias de bioética, 184-, no es el de ser gendarme de la moralidad, sino el de ser proclamadora de esperanza”; y –añado yo- proclamadora de libertad. Sin ello, no será signo de los tiempos, porque se exculturará y perderá el lenguaje imprescindible para comunicarse, o sea, el lenguaje que todos podamos entender. Y entonces, si la sal ha perdido el sabor, ¿para qué sirve? (Mt 5,13).

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