La escuela no es el ámbito educativo de la fe

Luis Ángel Aguilar Montero

En las comunidades cristianas populares siempre hemos estado convencidos, y así lo hemos hecho público en diversas ocasiones, de que la religión -hasta por su propio bien- no debería ser una asignatura, ni impartirse en el terreno educativo, porque creemos que la escuela no es el ámbito educativo de la Fe. Su lugar natural, al contrario, es la familia, la comunidad o la parroquia (que para unos se llamará mezquita y para otros sinagoga). Esto debe ser así en general, pero, en un estado laico y aconfesional, debería serlo con doble motivo y así la formación religiosa se debería impartir en los propios centros de cada una de las religiones, como hemos dicho, las familias, las comunidades, las parroquias, y por qué no, los colegios privados de carácter religioso. “La educación está para hacer ciudadanos y no feligreses” decía con buen criterio Fernando Sabater.

¡Ojalá! y las comunidades cristianas y/o las parroquias se tomaran mucho más en serio la educación en la fe y, ojalá  las catequesis se fueran convirtiendo en verdaderos procesos educativos, en lugar de preparar “hornadas” de infantes para hacer las primeras comuniones, que en la mayoría de los casos son, además, un escándalo más propio de fiestas paganas. En esta misma línea, ya nos gustaría que en todas las diócesis, igual que han puesto tanto énfasis en crear plataformas en defensa de determinados privilegios, se hicieran planes serios de formación de catequistas y no solamente en lo teológico-doctrinal, sino también y sobre todo, en lo metodológico, psicológico, pedagógico y sociológico.

Hoy día tenemos que confesar que nos escandaliza la actitud de la jerarquía católica en todo este asunto por cuánto demuestra estar mas interesada en el mantenimiento de sus tradicionales privilegios, que preocupada por hacer llegar el verdadero mensaje de Jesús, como él quiso que lo hiciéramos; desde la libertad, alejados del poder y con un profundo respeto a las opciones de todos los ciudadanos. Estando en el siglo XXI ya deberían estar superados tanto el viejo Concordato de 1953 que garantizaba “la enseñanza de la religión Católica como materia ordinaria y obligatoria en todos los centros docentes”, como los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 en los que se mantienen intactos los privilegios concedidos a la Iglesia católica.

Desde las Comunidades Cristianas Populares siempre hemos apostado por recuperar los valores en la escuela y por abordar dentro del currículo el estudio del fenómeno religioso y del rico mundo de las religiones, todo ello fuera de toda enseñanza doctrinal y dentro de un clima de tolerancia y de pluralismo religioso. Así, junto al director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, Juan José Tamayo, creemos que este estudio de las religiones ha de ser crítico, intercultural, interreligioso e interdisciplinar, y que se da mucho mejor con la enseñanza laica de la religión que con la confesional, a la vez que se convierte, de esta manera, en el mejor elemento facilitador del diálogo intercultural, tan necesario y urgente en nuestra sociedad.

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En el caso de que se ofertara la asignatura de religión, esta debería estar fuera del currículo y fuera de la jornada escolar, no debe ser evaluable ni, por supuesto, computar para la obtención de la nota media, y no podría ser obligatoria. Los profesores de religión no podrían ser pagados por el Estado, salvo que aprobaran -como cualquier otro- su correspondiente oposición, y sólo en ese caso, y de ser nombrados por los obispos, tendrían que estar acogidos a la reglamentación laboral vigente para todos los trabajadores. Tampoco pueden, pues, despedirlos a su antojo, como está ocurriendo.

Estamos completamente de acuerdo con el ex-presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, Miret Magdalena, quien afirmaba que “la Iglesia tendría que aprender del fracaso de la enseñanza obligatoria de la religión en el franquismo”; según don Enrique “la Iglesia nos ha enseñado una religión falsa, que no es la de Jesús” y se mostraba convencido de que el enfrentamiento actual con lo religioso procede de la obligatoriedad de la religión en toda esa época. Nosotros añadiríamos más, pues creemos que muchos jóvenes que no quieren saber nada de la religión (y no tan jóvenes), o que incluso han caído en actitudes más o menos agnósticas, de verdadero ateismo o incluso de rechazo visceral, son antiguos alumnos de esa enseñanza confesional.

Si entendemos la laicidad como la base de la conciencia ciudadana que conlleva el respeto a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, y, por el contrario, el laicismo como actitud negativa que pretende eliminar todo contenido o valor religioso de la sociedad, convendremos que todo lo anterior es pura laicidad y que no entra en contradicción con ninguno de los derechos constitucionales del Estado aconfesional y sí las actitudes fundamentalistas que pretende imponer lo contrario.

Los laicismos más perversos aparecen cuando a los lógicos deseos de la mayoría de los españoles/as de vivir la laicidad, dentro de su Estado aconfesional, se oponen los fundamentalismos más anti-evangélicos y los clericalismos más reaccionarios. Sólo con una correcta aplicación de la laicidad podremos avanzar hacia una sociedad plural, aconfesional y democrática, porque entonces y sólo entonces tendrá cabida toda la ciudadanía.

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