El desarrollo deberá ser sostenible o no será

Carlos BRAVO. (Greenpeace)

 El grave deterioro provocado por el modelo de desarrollo vigente está creando en la sociedad una conciencia cada vez más clara de que resulta necesario avanzar hacia otro modelo que nos permita vivir en armonía con nuestro entorno, social y medioambiental.

El concepto de Desarrollo Sostenible define este modelo. Éste se fundamenta en tres premisas: debe ser 1) económicamente eficaz (más calidad de vida y bienestar, proporcionar beneficios al menor coste, incluyendo en el cálculo las externalidades medioambientales), 2) socialmente equitativo (ahora y en el futuro, y para todos), y 3) medioambientalmente aceptable (al menor impacto ambiental posible, con el menor uso de recursos y degradación ambiental).

Para alcanzar el Desarrollo Sostenible es condición necesaria (aunque, por sí sola, no suficiente) adoptar un modelo energético sostenible, que garantice el cumplimiento de las tres premisas de la sostenibilidad anteriormente citadas.

Es evidente que nuestro actual modelo energético no las cumple, ya que es uno de los principales causantes del deterioro ecológico que padecemos a nivel global, y es también causa directa e indirecta de grandes tragedias humanas (víctimas de la radiactividad liberada en accidentes nucleares y en las distintas fases del ciclo nuclear, damnificados por los efectos del cambio climático, desplazados por grandes embalses hidroeléctricos…). Tampoco es un modelo económicamente eficaz, ya que depende fuertemente de grandes subsidios estatales y, es además, muy desequilibrado puesto que no cuantifica ni incorpora los costes medioambientales y sociales que su uso implica.

Qué duda cabe que la evolución hacia un modelo de Desarrollo Sostenible será un proceso difícil (debido a los intereses creados de aquellos a los que no les conviene salir de la situación actual) que implicará una profunda transformación de nuestro actual modo de vida, de nuestra visión y comprensión del mundo y sus procesos.

Pero, o nuestro Desarrollo es sostenible -y cuanto antes lo sea, mejor para todos-, o no será. No será Desarrollo ni nada que se lo parezca. No hay otra opción. El problema del cambio climático -y las consecuencias que ya está aparejando, aunque lo peor está por venir- es, quizá, la prueba más clara en favor de esta afirmación. Si no logramos vencer los intereses creados de la industria petrolera y de los demás combustibles fósiles, y de los sectores que las sustentan, así como los intereses de los que fomentan las falsas soluciones, como la industria nuclear, el almacenamiento de carbono, etcétera, nos veremos abocados a un cambio climático desastroso, que afectará de forma catastrófica a la biodiversidad y a la capacidad de supervivencia de nuestra propia especie.

Hace 30 años la mayoría de los climatólogos eran escépticos acerca de la naturaleza antropógena del cambio climático. Hoy en día, la inmensa mayoría de ellos reconoce una evidente huella humana en el intenso cambio climático ocurrido en los últimos cincuenta años. El ser humano impacta poderosamente en el medio. La actividad humana emite actualmente a la atmósfera más de 26.000 millones de toneladas anuales de CO2, el gas de efecto invernadero (GEI) más importante. Este gas permanece en la atmósfera alrededor de un siglo antes de ser absorbido por los océanos y por los ecosistemas terrestres.

Un 75% de las emisiones antropógenas de CO2 proviene de la quema de combustibles fósiles, sobre todo para la producción de energía y para el transporte (el resto se debe principalmente a la deforestación). Es interesante exponer que el proceso de formación del petróleo fue uno de los factores que permitió a la naturaleza fijar CO2 en el subsuelo y reducir su concentración en la atmósfera, que hace unos 300 millones de años era en torno a las 1.500 ppm. Así, es fácil comprender las consecuencias que pueden derivarse del hecho de que la humanidad esté actuando en sentido inverso al de la naturaleza y, además, sobre una escala temporal mucho más reducida.

Dada la larga vida atmosférica del gas CO2 y el aumento de sus emisiones derivadas de la actividad humana, se ha producido un incremento de su concentración en la atmósfera: la tasa actual de aumento de concentración es de entre una y dos partes por millón (ppm) al año. La concentración atmosférica preindustrial del gas de entre 250 y 280 ppm ha aumentado hasta más de 380 ppm (389 ppp, datos de septiembre de 2010): una cifra superior a cualquier otra época de los últimos 650.000 años. Investigaciones recientes concluyen que la concentración actual supera, incluso, la de los últimos 800.000 años. Además, el aumento de la concentración del CO2 en la atmósfera no se ha apreciado de forma gradual en el tiempo sino que se ha producido en los dos últimos siglos.

Los efectos ya se están sintiendo, como indican los datos de que la temperatura media de la superficie terrestre se ha incrementado en casi un grado centígrado desde 1976 o que en la última década se han registrado los nueve años más cálidos desde hace 150 años. Y ello está generando un deshielo acelerado del polo norte (en el último año la superficie helada se redujo en un tamaño similar al de la península ibérica); un aumento de los episodios de sequía, lluvias torrenciales y huracanes, en diferentes zonas del planeta, que entre los años 2004 y 2005 afectó a más de 300 millones de personas, una clara elevación del nivel del mar (entre 10 y 20 centímetros, según las zonas, en el siglo XX); es decir un brusco cambio de los ecosistemas de la tierra, lo que va a afectar profundamente a todas las formas de vida.

España no es una excepción y, por su situación geográfica y condiciones climáticas, constituye una de las zonas más vulnerables de Europa por el cambio climático. Hoy en día ya se dan cita en nuestro territorio gran variedad de impactos o alteraciones provocadas por el cambio climático que, en muchos casos, no son más que el inicio de una tendencia de futuro o de impactos que van a intensificarse a lo largo del siglo si no adoptamos las medidas necesarias. Ha quedado demostrado ya que en España, debido a este fenómeno, se ha producido ya un aumento de la temperatura media de 1,5ºC (mayor que el incremento de 0,8ºC experimentado a nivel global), la disminución de los recursos hídricos y la mayor frecuencia de fenómenos climáticos extremos.

Pero lo que está por venir es mucho peor. Según el informe Stern, encargado por una institución tan poco proclive a generar alarmismo medioambiental como es el Gobierno británico, tan sólo la elevación de un grado de la temperatura media del planeta, que se alcanzará cuando se llegue a 430 ppm de CO2, supondrá el incremento de la desertificación en el Sahel, esa enorme región africana al sur del Sahara de 4 millones de Km 2 que atraviesa África de Oeste a Este, desde Mauritania hasta Sudán, donde viven más de cien millones de personas; la desaparición de los glaciares de montaña en todo el mundo, lo que generará problemas de agua a los 50 millones de personas que viven en su entorno; graves daños para los ecosistemas de los arrecifes coralinos; y en general una notable reducción del rendimiento de los cultivos en muchas regiones pobres, lo que incrementará el riesgo de hambre en millones de personas, y por tanto una indudable presión migratoria hacia otras zonas.

Concentraciones de CO2 de 450 ppm, que supondrán la elevación de temperaturas hasta dos grados, que es previsible que se produzcan en torno al año 2020, supondrá extender el riesgo de hambre, por el deterioro de los cultivos, a gran parte de África y al Oeste de Asia, en torno a trescientos millones de personas; el comienzo de una fusión irreversible de la capa de hielo en Groenlandia; el incremento en la intensidad de tormentas, incendios forestales, sequías, inundaciones y olas térmicas. Todas estas modificaciones de los ecosistemas hará que hasta un 40% de las especies lleguen a estar amenazadas de extinción. Particularmente para nuestro país la sequía y el calor supondrá una reducción de un 20% de las cosechas, como en toda Europa del Sur.

Una elevación de las temperaturas de hasta tres grados, fruto de concentraciones de CO2 de 550 ppm, que se alcanzará en el 2030 si el ritmo de crecimiento de las emisiones es algo inferior al de la última década, significará, además de lo anterior, que se producirá una importante acidificación de los océanos que reducirá las capturas de pesca; que el riesgo de padecer hambre se haya extendido a 500 millones de africanos y asiáticos, debido al menor rendimiento de los cultivos derivado de la escasez de agua, el número de muertes por malnutrición pasaría de 4 a 7 millones de personas; 60 millones de personas más expuestas a la malaria en África, lo que puede generar 500.000 nuevos casos anuales y afectar incluso al sur de la península ibérica; una reducción del agua de los ríos mediterráneos y África del Sur superior al 30%; el inicio del colapso del bosque amazónico; que el 50% de las especies estén amenazadas de extinción; 170 millones de personas afectados por el incremento del nivel del los mares y océanos…

La comunidad científica estima que a partir de concentraciones superiores a 550 ppm los desastres naturales serían la situación común en las zonas consideradas vulnerables, fundamentalmente territorios costeros bajos y zonas que sufren sequía. Tomar las medidas necesarias para limitar la concentración de CO2 a 550 ppm costará un 1% del PIB mundial, pero no hacerlo supondrá una reducción del PIB mundial del 20%, distribuido regionalmente de forma desigual y con efectos catastróficos para miles de millones de personas: Además el problema de aplazar las soluciones al calentamiento generado por la actividad humana es que la reducción de emisiones no supondrá una inmediata reversión del proceso, las altas concentraciones de CO2 en la atmósfera necesitarán muchos años para reducirse, tiempo durante el cual los efectos en el clima seguirán haciéndose notar.

Escenarios climatológicos con incrementos de temperatura media del planeta de cuatro y cinco grados, provocados por concentraciones de CO2 de 650 ppm, o hasta 750 ppm, no han sido desarrollados con tanta concreción como los anteriores, ya que las magnitudes del desastre serían enormes, supondría el colapso de la corriente cálida del golfo de México que baña las costas atlánticas de Europa, lo que significaría el enfriamiento de la Europa atlántica y un calentamiento suplementario a las áreas tropicales y ecuatoriales; la desaparición de los hielos occidentales de la Antártida; la elevación del nivel del mar haría que Londres, Shangai, New York, Tokio y Hong-Kong se inundaran, territorios donde vive un 5% de la población mundial, lo que elevaría a 300 millones el número de desplazados permanentes por la elevación del nivel del mar, inundaciones y sequías; la desaparición de los grandes glaciares del Himalaya, es decir, la escasez de agua para unos quinientos millones de hindúes y chinos que viven junto al Ganges, el río de las Perlas y el Yangtze (Río Azul); y sobre todo que la producción mundial de alimentos estaría seriamente afectada, la reducción de cultivos llegaría a afectar a muchas regiones desarrolladas que actualmente tienen clima templado mientras que la reducción de cosechas en África llegaría a un tercio del total; por tanto un 80% de la población mundial viviría en regiones con alto riesgo de muerte por escasez de alimentos o agua.

Como puede observarse ya en la actualidad, y en las previsiones científicas, los impactos climáticos estarán distribuidos asimétricamente en el planeta, afectarán, y están afectando ya, a los

países y las personas, más pobres. Las magnitudes y la rapidez de estos cambios climáticos en los ecosistemas son tan altos que harán imposible la supervivencia en determinadas regiones, y el ser humano, que no es nada más que otra especie del planeta, frente a esos bruscos y profundos cambios optará por buscar otras regiones donde poder vivir, lo que hará migrar a cientos de millones de personas.

Afortunadamente, hay soluciones contra el cambio climático. La viabilidad técnica y económica de un sistema de generación eléctrica basada al 100% en energías renovables, que nos permitiría luchar de forma eficaz contra el cambio climático al tiempo que se abandona la energía nuclear, es un hecho ya comprobado científicamente. En efecto, un informe del Instituto de Investigaciones Tecnológicas (IIT) de la Universidad Pontificia Comillas, encargado por Greenpeace, ha demostrado, mediante un profundo análisis técnico, que existen numerosas combinaciones de las distintas tecnologías renovables (solar termoeléctrica, eólica terrestre, eólica marina, biomasa, solar fotovoltaica, hidroeléctrica, energía de las olas y geotérmica) que permitirían satisfacer al 100% la demanda eléctrica peninsular, las 24 horas del día y los 365 días del año, a un coste menor que el de un sistema basado en las tecnologías convencionales. El estudio ha tenido en cuenta tanto las limitaciones que surjan en el sistema como las distintas restricciones en cuanto a disponibilidad de recursos ambientales, usos del suelo y acoplamiento temporal demanda-generación-transporte. Lo que hace falta es voluntad política para aplicar estas soluciones. Y está en nuestras manos lograr que quienes nos gobiernen tengan esa voluntad política.

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