Ceuta, la dulce cárcel. Comunidad economía compartida

Luis Pernía (CCP – Antequera) 

Alo mejor lo suyo era traer la historia de algún grupo religioso que vive una experiencia de economía compartida, pero conocí a Babu, que en realidad se llama Gurpreet Sngh, un joven indio que con otros 54 compañeros viven escondidos, desde hace dos años, en los montes de Ceuta deseando cruzar la última frontera que les permita llegar a Europa, y no pude menos de preguntarme si en su mundo de inmigrantes cabía una comunidad de economía compartida.

Recuerdo aquella mañana cuando le encontramos. Babu se había sentado en una silla sucia de plástico duro, en lo que parece ser una especie de zona común del segundo campamento. El techo está hecho de cartón sobre cañas transversales pero, a diferencia de las habitaciones, los laterales no están cubiertos de plásticos. Estamos en el Monte del Renegado (329 metros), en la zona oeste de Ceuta. Se accede a través de una empinada cuesta jalonada a un lado y a otro por casas grandes y bajas. La zona residencial termina un poco antes de llegar a la perrera. Justo detrás está el primer campamento; el más cercano. Se parecen mucho unos a otros. Las chabolas en las que duermen están todas recubiertas de plásticos duros y transparentes. Recuerdan invernaderos. Han utilizado como cimientos y columnas los troncos de los eucaliptos del monte. Justo antes de entrar a estas “habitaciones”, en el suelo, bien colocadas, hay tres o cuatro pares de zapatillas deportivas y un par de sandalias.

Babu tiene 25 años, y como buena parte de sus compañeros hace cinco años que salieron de sus aldeas en la región de Punjab, un estado al noroeste de la India que limita con Pakistán y donde viven 19 de los 23 millones de seguidores de la religión sij que hay en el mundo.

Tenía un amigo en Bélgica. Con él habló por teléfono hace cinco años, después de terminar los estudios de Comercio y de buscar trabajo en su país: “Allí es muy difícil. Hay que pagar dinero para encontrar un buen trabajo”. Así que habló con su amigo, que le dijo que por qué no salía de India y buscaba trabajo en Europa. “Le dije que sí. Hablé con una persona de mi pueblo. Me dijo que le pagara 8.000 euros y que él me traería los visados para Europa”. Aquel hombre al que le dio los 8.000 euros le dijo que en dos días estaría en Europa: “Hablé con mi familia. Vendimos tierras y le pedimos a bancos y a amigos. Me dijeron que entraría en Europa vía aérea, con visado de turista”. Salió de Nueva Delhi en agosto de 2004, pero aquel avión aterrizó en Uagagudú, capital de Burkina Fasso. “En el aeropuerto de Uagagudú los africanos nos dijeron: ¡venid! No conocíamos a nadie. Nos metieron en un coche. No sabíamos dónde íbamos, pero teníamos que ir. No había otra gente a quien seguir. Nos llevaron a una casa pequeña. A la media hora vino otro de la mafia, muy fuerte, y nos robó todo: pasaporte, ropa, dinero, zapatos…Todo”. A Uagagudú llegaron él y otros cinco chicos más. Desde Nueva Delhi los seis formaban el grupo, pero sólo cuatro llegarían al final. Los otros dos murieron en Tamanrasset (desierto del Sahara), después de retorcerse y vomitar sangre. Desde hacía días la mafia les daba la comida con arena y el agua con gasolina.

En el centro del campamento hay otra construcción, pero con forma de iglú. También está recubierta de plástico, todo blanco. Es pequeña y acogedora. En el interior hay una especie de altar, con el retrato del gurú Nanak Dev Ji. Es un templo sij. En cada uno de los siete campamentos han levantado un templo.

Babu se encoge de hombros cuando le pregunto qué van a hacer con este frío. Luego dice que no, que no necesitan nada. Tampoco dinero: “Yo lo que quiero es salir”. Coge aire, lo suelta fuerte, vuelve a dar una calada al LM y mira más allá del mar, a la tierra que hay al otro lado, a la costa gaditana, al Peñón de Gibraltar: “¿A que parece que se puede llegar andando?”.

Ya van para veinte meses en el monte. Sobre las nueve y media o las diez de la noche del 7 de abril de 2008, más de sesenta indios sijs abandonaron el Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI) de Ceuta y se fueron a vivir al Renegado. Babu sonríe cuando pronuncia El Renegado: “Había salido una noticia en el Faro de Ceuta. Decía que los indios del CETI iban a ser deportados. La noticia nos preocupó mucho. Lo pensamos, lo hablamos en reuniones”. Llovía sobre mojado. El titular del Faro de Ceuta les trajo a la memoria el día 20 de febrero de 2007, cuando 48 indios que estaban en el Centro fueron deportados. Y también recordaron el 13 de septiembre del mismo año, cuando otros trece compatriotas fueron expulsados de Ceuta y trasladados a la India: “ No sabíamos a cuántos iban a deportar, pero sí sabíamos seguro que habría deportaciones. Llegaban por la mañana, muy temprano, con una lista. Decían los nombres. Cada uno tenía una entrevista de tres o cuatro minutos y… ya”. En esos momentos Babu llevaba 16 meses en el Centro, a los que se sumaban dos años y cuatro meses terribles de viaje. Ese fue el tiempo que finalmente tardó en llegar de Nueva Delhi a Ceuta después de haber pagado 8.000 euros por la promesa de pisar Europa en solo dos días: “Era mucho tiempo. No quería volver, así que… No queríamos que nos pasara lo mismo que a nuestros amigos deportados”. De los más de sesenta sijs que esa noche decidieron echarse al monte, una docena volvió al CETI y con el tiempo alguno llegó incluso a pedir el retorno voluntario a la India. El resto –54 en total– se organizó en campamentos por diversos puntos del monte El Renegado.

Cada grupo se organiza de forma más o menos autónoma y tiene su representante. Babu lo es del segundo campamento. Todos los días, a las siete o las ocho de la mañana, bajan en pequeños grupos a la ciudad para sacar algún dinero ayudando con las bolsas y los carritos a la gente que salía de los supermercados o como aparcacoches. El dinero recogido lo comparten de una manera absoluta. Con el fondo común organizan la comida y las necesidades más indispensables para sobrevivir en el monte.

Los campamentos son silenciosos, porque los indios lo son. Se acercan, saludan y dicen sus nombres, poco más: “Desde las detenciones, los ánimos están muy bajos. Estamos preocupados. Han pasado cinco años desde que salieron de sus casas y sus familias están arruinadas. No quieren volver”, dice Babu. Cuando se acerca uno de los chicos y le ofrezco algún dinero para comprar tabaco se niega rotundamente. No admiten ninguna donación, sólo quieren vivir de lo que puedan recoger en las tareas que lleva a cabo en la ciudad. Paula, una religiosa carmelita, de la ONG Elim, vela por ellos desde su casa en el barrio del Sardinero y organiza la producción de artesanías que venden en la ciudad para ese fondo común y sugiere “forman una verdadera comunidad y a pesar de las dificultades todo lo comparten”.

 Todo el mundo sabe dónde están y no es difícil dar con ellos, así que El Renegado, más que un escondite seguro significa una protesta, una manera de decir que están en Ceuta, atrapados: “Para vosotros, Ceuta es una ciudad española, pero para nosotros no. Para nosotros es una ciudad muy pequeña, de la que el emigrante no puede salir; en la que se queda mucho tiempo. Es una dulce cárcel”.

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