BAILO, LUEGO VIVO

Eso es: “bailo, luego vivo”; así de claro lo dice el filósofo senegalés actual F. Eboussi Boulaga, después de aquel “pienso, luego existo” del filósofo francés Descartes en el s. XVII. Una cosa es existir y otra vivir, porque se puede existir sin vivir. La fiesta pertenece al vivir. Vivir es disfrutar, celebrar, sentir, sufrir, soñar, amar, jugar, bailar, enamorarse, hacer proyectos, morir…; vivir es apasionarse y experimentar.

            Por eso necesitamos la fiesta, porque necesitamos vivir, porque necesitamos que salga a flote ese niño lleno de pasión y de ganas de disfrutar que llevamos dentro. Con toda seguridad, si bailásemos más, seríamos más equilibrados psicológicamente, porque nuestro corazón pasaría más tiempo en fiesta. “El alimento para la salud verdadera es la alegría de vivir”, decía el Nobel de Literatura egipcio Naguib Mahfuz. La depresión, la ansiedad y la angustia son lo contrario a la fiesta; un mundo que se dice desarrollado, como el nuestro,  no produce muchos corazones en fiesta.

            La fiesta es juego, pero es más que juego. En la fiesta deseamos desbordar la norma y los corsés: la prisa, el cálculo, el trabajo ingrato, los problemas, las preocupaciones; en la fiesta intentamos ser dueños de nuestro tiempo. Por eso, la fiesta es liberación, porque en gran parte es subversión, tanto para las personas como para los pueblos y para cualquier otro colectivo que esté en fiesta.

            La fiesta es necesaria para que disfruten los sentidos, tantas veces reprimidos; para compartir la comida y la música; para mantener la memoria histórica del grupo; para dejarse llevar por las melodías interiores y expresarlas; para dar salida a la rebeldía contra la injusticia; para sentir fraternidad y fuerza. La fiesta es vida.

            La fiesta tiene ritos, pero los ritos solos no hacen la fiesta, y mucho menos cuando los ritos los marcan quienes desean utilizar la fiesta para señalar, en beneficio propio, los caminos del derroche y de la despersonalización, del consumo estúpido y de la alienación bajo los efectos de sustancias tóxicas.

            ¡Qué diferentes serían nuestras celebraciones litúrgicas cristianas si rompiéramos corsés; si no tuviéramos miedo a experimentar la fiesta; si fuéramos capaces de celebrar no sólo los sacramentos y lo que oficialmente señala la Iglesia como fiesta; si celebrásemos (por dinámismo espontáneo de la comunidad) que alguien ha encontrado trabajo, que dos personas se quieren aunque eso no figure en ningún registro, que uno ha recuperado la salud, que un niño ha nacido o que ha aprendido a hablar; si bailásemos más e hiciésemos más ruido (a costa, por supuesto, de la seriedad programada y del orden)!

            Este número de Utopía es el último del año 2006, un año que hemos dedicado a algo tan urgente como eso de “Vamos a recuperar la alegría”; en esa línea, reflexionamos ahora sobre la alegría y la fiesta. Nuestra revista sale alrededor de la Navidad, cuando el agobio mediático nos recuerda que toca estar de fiesta; pero difícilmente está de fiesta de verdad quien no vive interiormente en fiesta. Ni las luces de las calles, ni Papá Noel, ni los Reyes Magos, ni la machacona melodía de los villancicos por los altavoces de las zonas comerciales pueden decretar que yo esté en fiesta si no tengo la alegría de vivir.

            Bailemos, vivamos.

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