Reflexión: Religión y acción politica al cuidado de la vida

Evaristo Villar

 

La religión pierde una parte esencial de su identidad y sentido cuando renuncia a una mirada compasiva sobre la tierra (capacidad poética) o a su complicidad con la justicia social (dimensión profética). Ahí está su verdadero campo de acción política al cuidado de la vida

 

Quien calla, otorga. Implicación de la religión y la política

 

Con música de Karl Jenkins: Serendipity

La implicación de la religión en la acción política no debería ser una incógnita para nadie a estas alturas. De una o de otra forma se ha dado siempre. Pero,  vista desde la referencia directa a la vida, la cosa ya es más compleja.

Aún sigue vigente en la mentalidad religiosa general la convicción de que la  política o la dedicación a la “res pública” no es tarea que atañe a toda la ciudadanía,  sino a unos pocos especialistas. “La política, se dice, es cuestión de la clase política”. “Tú no te metas en política”; “calla, dedícate a lo tuyo y no te metas en líos”.

Por ahí ronda un cierto tufillo que considera la tarea política como algo contaminado o impuro, algo que bordea los límites de la honestidad. Ya lo advertía el filósofo y estadista británico, Francis Bacon, a finales del siglo XVI: “es muy difícil compaginar la política y la moral”.

Como si el callar y quedarse en lo suyo, el no meterse en líos, no fuera ya una  una forma de hacer política. Quien calla, aunque no diga nada,  con su silencio está apoyando una forma de hacer las cosas. Somos “animales políticos” y nuestras acciones, no porque pretendamos cubrirlas con un manto de  religiosidad o ideología, van a dejar de tener una repercusión política.

El respeto y el cuidado sobre el paradigma del sometimiento y la extinción

La interminable crisis actual, entre farsas y desatinos, nos está dejando algo evidente: que ni la posmodernidad ni la posverdad son algo definitivo. Todo, como nosotros mismos, está en proceso de cambio: la economía y la precariedad de los trabajos, las formas de articulación social y la política, la cultura y la misma religión.

Esto nos obliga a superar la monocultura del pensamiento único y definitivo sobre casi nada. El respeto y el cuidado se nos van imponiendo hoy día como imperativos de vida frente al paradigma del sometimiento y la extinción, el desinterés y la indiferencia de antes. Porque somos hijos e hijas de la tierra que, a través de nosotros, siente y ama, cuida y se preocupa por el futuro común, y nos responsabiliza de los excluidos y de los que sufren mayor  injusticia.

Contra toda lógica de interés humano, hemos agudizado en las últimas décadas el paso de una sociedad con mercado a una sociedad solo de mercado, donde todo tiene un precio, todo se compra y se vende desde el alimento y el vestido, la salud y la educación, el deporte y el ocio, hasta las artes y la misma religión. Nos hemos convertido en una masa de consumidores que devasta la naturaleza y acrecienta la desigualdad social. La economía se ha constituido en eje único que somete a su hegemonía el resto de nuestras actividades y valores, hasta la política, la ética  y la misma religión.

Las consecuencias de este sometimiento global son cada día más evidentes: la naturaleza ya ha llegado al límite de su propia sostenibilidad y en la sociedad se está abriendo una brecha, cada día mayor, entre unos pocos ricos y una muchedumbre de pobres. Las reacciones violentas de la tierra en forma de terremotos, tsunamis, huracanes, desequilibrios del clima —que resultan tan destructivos de las bases que sustentan la vida— son meras manifestaciones externas de la gravedad que afecta a su sistema interior. Y, a su vez,  ese 1% de gente superrica que, según Credit Suisse —el banco que acapara y dirige las grandes fortunas del mundo—, tendría mucho que aclarar sobre fenómenos tan dramáticos para el ser humano como  las guerras y los desplazamientos migratorios masivos, o la hambruna que mata a esos 815 millones de personas al año.

Con la lógica del mercado hemos abandonado no solo la ética que humaniza nuestras prácticas, sino también la conexión, interdependencia y comunión  con la diversidad de formas de vida que aseguran nuestra permanencia en el planeta. Todos los seres, por el mero hecho de vivir, merecen nuestro reconocimiento y cuidado, pero en especial es merecedor de respeto y veneración el ser humano, por ser culmen de la evolución y conciencia de la misma. Es un “fin en sí mismo”,  por lo que  nunca puede ser convertido,  como afirmó el filósofo Immanuel Kant, en medio de explotación para otros objetivos.

Campo de la acción política de la religión

Todas las religiones ofrecen, sin duda,  un elenco de valores y prácticas que pretenden enriquecer el espíritu humano. Pero no en todas aparecen igualmente desarrolladas dos actividades que, a mi juicio, serían necesarias,  especialmente en nuestros días,  para poder reconducir el desquiciamiento que estamos causando en la naturaleza y restaurar la brecha social que estamos abriendo en la común humanidad. Me refiero, de una parte, a la “capacidad  poética” para volcarse sobre la tierra con mirada restauradora y  compasiva, y a la “actitud profética” para acercarnos de forma solidaria al dolor de los humanos.

El Absoluto, a quien todas las religiones acogen y veneran con respeto y devoción, es sin duda su mayor impulsor, su mayor activo. Pues no está “sobre” ni  “fuera” del universo en que vivimos ni le es indiferente la vida que él mismo ha ido empujando en esa escalada evolutiva desde la energía y la materia hasta las más altas cuotas de la conciencia humana. Como dice el libro de la Sabiduría, “es amigo de la vida” y “ama a todos los seres”, porque “todos llevan su soplo incorruptible” (Sb 11, 24-12,1).

La religión, para finalizar, pierde parte esencial de su identidad y sentido cuando renuncia a su mirada compasiva sobre la tierra (capacidad poética) o a su complicidad con la justicia social (dimensión profética). Ahí está su verdadero campo de acción política al cuidado de la vida.

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