Reflexión: Cultura del deseo programado, violencia y desinterés por la historia

Jesús Bonet

El mito fundacional de la “cultura selfie” es la necesidad de satisfacer inmediatamente deseos programados por uno mismo o por otros. La frustración que ocasiona el no conseguirlo lleva muchas veces a la violencia hacia uno mismo y hacia los demás. Es una cultura adictiva y compulsiva. La capacidad de interesarse por el pasado y la historia, y de reflexionar sobre ellos para evitar caer en viejos errores es inexistente.

La cultura selfie

El deseo es algo muy natural en el ser humano; somos corazones inquietos y no nos conformamos con lo que somos, lo que descubrimos o lo que tenemos. El problema está en el deseo incontrolado y en que nos programen desde fuera los deseos que se supone hemos de tener; entonces surgen la avidez, la codicia, la necesidad de satisfacción inmediata, la visión de futuro como período corto, la superposición de vidas en una misma persona por falta de tiempo, la saturación de la sensibilidad, la mezcla explosiva de emociones y, muchas veces, la ansiedad, la angustia y la frustración.

Con ello va gestándose una cultura selfie, es decir, una cultura cuya imagen central es uno mismo. El mito fundacional de la cultura selfie es conseguir todo ya, al margen de los demás e independientemente de lo que éstos sientan, sufran o necesiten. La cultura selfie fomenta la ausencia de mundo interior y de reflexión, y tiene como referencias básicas el binomio “me gusta-no me gusta”, el placer individual, los modelos –muchas veces corruptos- que proponen los medios sociales, la responsabilidad líquida y la impunidad.

Es una cultura compulsiva, poderosamente adictiva y, aunque no lo parezca, autodestructiva. En ella se vive hacia fuera, no se busca el agua en el pozo interior; por el contrario, el mundo digital exterior es el refugio más querido, porque en él pueden encontrarse ídolos a los que adorar y víctimas a las que condenar o acosar.

El deseo programado y la violencia

Si una persona tiene baja resistencia a la frustración y no logra satisfacer inmediatamente sus deseos, es fácil que surjan en ella la angustia, el miedo, la desilusión y, como consecuencia, la violencia; una violencia que puede ser doble: hacia fuera y hacia dentro.

Cuando se da un desfase entre lo que uno desea compulsivamente y lo que la realidad le obliga a aceptar, aparecen mecanismos psicológicos de compensación; entre ellos, la violencia, la mentira (también la postverdad y el autoengaño), la culpabilización de los demás y la depresión reactiva. Nuestro cerebro arcaico, necesario para muchas cosas buenas y que tiene tanto que ver con las emociones, actúa como motor de violencia.

Al no admitir la propia vulnerabilidad y la imposibilidad de lograr todo en la vida, se es tóxico para uno mismo y para los demás. Son éstos quienes tienen que satisfacer mis deseos, resolver mis problemas y quererme incondicionalmente. Si no, me ensaño con los ellos y con mi mala suerte (en realidad, estoy ensañándome conmigo mismo).

Es fácil que en este contexto revoloteen sobre mi persona rasgos psicopáticos de baja intensidad: disminución drástica de la empatía con los otros y anulación de la ética de la convivencia. La paranoia (fijación mental compulsiva) de la satisfacción continua del deseo programado se une a la metanoia (cambio mental) hacia un engañoso sentido de la vida.

A la cultura selfie no le interesa la historia

La inmediatez en la satisfacción del deseo es incompatible con el análisis del pasado para aprender de él. Si se nos hace creer que el progreso se confunde con el futuro inmediato y que satisfacer deseos es progresar, está claro que el interés por la historia y sus lecciones desaparece. “Hay que progresar; el pasado es pasado, e intentar aprender de él es una actitud primitiva y retrógrada”: ése es el mensaje.

El pasado ya está fijado para siempre, y la única memoria es la que está en los libros de Historia o en Wikipedia. Las nuevas tecnologías y las posibilidades que ofrecen de acceso al inmenso archivo de datos que hay en la nube, desempeñan, sobre todo en los jóvenes, el papel de una prótesis imprescindible que reemplaza a la memoria personal y activa: “Si puedo mirar cualquier cosa en Google cuando me apetece o lo necesito, si el móvil o el ordenador adivinan lo que busco apenas escribo las primeras letras de una palabra, ¿por qué tengo que retener algo en la memoria o tengo que reflexionar sobre un pasado que yo no puedo modificar?”

En estas circunstancias cuesta mucho aprender de la historia. Desde luego, por varios motivos; la cultura selfie es sólo uno de ellos. Hay demasiados poderes interesados en que no miremos hacia adentro ni hacia atrás para aprender del pasado, sino que miremos hacia adelante (¿qué es mirar hacia adelante?) sin detenernos a pensar, “porque eso es el futuro”. Así nunca se replantearán la ética, la política y las creencias desde una perspectiva distinta a la que causó los problemas que tenemos, y seguiremos repitiendo los mismos errores.

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