LOS QUE PASAN, O PASAMOS, DE LARGO

 Javier DOMÍNGUEZ

 Jesús está respondiendo a un doctor de la ley, que le pregunta o más bien le interroga, para tentarle: ¿Quién es mi prójimo?

Jesús en su parábola presenta dos personajes que pasan de largo: un sacerdote y un levita.

Un levita, era un miembro de la tribu o familia de Leví, hijo de Jacob. Los levitas ejercían el sacerdocio en el antiguo reino de Judá. Hasta el 586 a. C., los términos sacerdote y levita eran sinónimos. Posteriormente, cuando el sacerdocio se convirtió en prerrogativa de los descendientes de Aarón (descendiente a su vez de Leví), los levitas asumieron una función secundaria en las ceremonias.

En tiempo de Jesús los sacerdotes eran los encargados del templo de Jerusalén y del culto a la divinidad. Formaban un “Colegio” presidido por el Sumo Sacerdote y gozaban de poderes políticos, económicos, sociales y

religiosos.

Los levitas eran personas dedicadas exclusivamente al servicio del Señor, y no tenían que hacer otra cosa más que encargarse de todo lo relativo a dicho servicio. Vivían apartados de las demás personas y su sistema económico era distinto del de los demás israelitas. Vivían de las ofrendas que el pueblo ofrecía a Dios tomando una parte de éstas para sus necesidades.

De modo que cuando Jesús dice que un sacerdote pasó de largo, no habla de un cura o de un encargado de la sinagoga sino de una persona dotada de autoridad y poder religioso y político sobre todo Israel.

Cuando habla de que un levita pasó de largo se refiere a un miembro de la curia, una persona también con autoridad sobre todo Israel.

Hoy en día, salvando las distancias y teniendo en cuenta que los obispos no tienen poder político (no pueden poner impuestos, ni condenar a cárcel o incluso a muerte, como antes) hablaríamos de que un obispo pasó de largo primero y después un miembro de la curia del Opus Dei, es decir, personas con poder económico, social y religioso para resolver el problema del herido.

Jesús está hablando a un doctor de la ley y por eso presenta a dos autoridades religiosas y le dice mediante una parábola lo que ha repetido por activa y por pasiva, que los auténticos creyentes son los que dan de comer al hambriento y dan de beber al sediento. Lo que viene a decir es lo que repetía Santiago en su carta:“La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” ( Santiago 1:27).

La parábola del samaritano sin embargo encierra una enseñanza de valor universal para todo el género humano, no sólo para los religiosos o los creyentes. Jesús habla aquí de un sacerdote y de un levita, que pasan de largo, porque está respondiendo a un doctor de la ley. Pero hoy en día bien podía hablar de un político, de un gobernador, de un banquero, de un general en misión “humanitaria”…

El escándalo mayor de estos tiempos de injusticia globalizada es que, habiendo alimentos suficientes para que todo el mundo coma, mil millones, (mil millones), de personas pasen hambre y todos pasamos de largo mirando para otro lado. Ni la ONU, ni el G 20, ni la FAO, ni el Banco Mundial, ni el Fondo Monetario Internacional, ni las instituciones que nos hemos dado o nos han dado, son capaces de terminar con esto. Y no es porque no puedan, sino porque no quieren. Si se propusieran acabar con el hambre con la misma fuerza y empeño con que se proponen hacer la guerra o dominar el espacio, en un año se acababa el hambre en el mundo.

El proyecto de Jesús no fue una nueva religión, sino un mundo nuevo, un mundo centrado en los pobres, regido por la solidaridad.

Jesús presenta un antagonismo:

Rico……………………               Pobre.

Primero………………               Último.

Hombre………………              Niño.

Grande……………….               Pequeño.

Soberbio……………..              Humilde.

El mundo tiene que organizarse a favor de los pobres, los últimos, los niños, los pequeños, los humildes. Este fue el proyecto de Jesús. Este es nuestro proyecto.

Sin embargo el mundo se está organizando a favor de los soberbios, los ricos, los primeros, los hombres, los grandes, la banca, el euro, la bolsa, que engordan a costa de los pobres.

Y los que luchamos por otro mundo posible vamos tirando la toalla y pasamos de largo mirando para otro lado.

Este pasar de largo se debe a una pérdida de dos valores fundamentales: la pérdida de la solidaridad y la pérdida de la esperanza.

Los viejos libertarios hablaban de la “ayuda mutua”, como un ingrediente esencial del ser humano, aplastado por una educación individualista, competitiva, que ve en el otro no un compañero sino un adversario a vencer o superar. Ya Aristóteles, muchos años antes de que Jesús naciera, decía que el ser humano es un animal ciudadano por naturaleza, destinado a vivir en sociedad, en concreto en la polis, la ciudad griega. Por eso decía que es un animal político (que vive en la polis y se ocupa de ella) por naturaleza. Es un animal social, como las abejas o las hormigas. En la ciudad se organiza el ser humano en orden al bien común, cuya búsqueda se hace socialmente por naturaleza.

Nosotros hablamos de solidaridad, de ayuda mutua, de bien común, de compasión ante el pobre, pero vivimos en una sociedad competitiva, individualista, que busca el bien propio por encima de todo y caiga quien caiga.

Cuando vemos tanta gente en la cuneta maltrecha, miramos para otro

lado.

Unos porque han perdido la solidaridad y piensan que cada uno tiene que mirar por sí o a lo más por su familia más cercana. Han perdido la solidaridad.

Otros porque estamos abrumados. Este mundo no nos gusta y quisiéramos un mundo vivible, pero hemos perdido la esperanza de conseguirlo. Algunos piensan que la esperanza cristiana consiste en esperar que en otro mundo después de la muerte se arreglarán las cosas, que aquí no tienen remedio. Esto es una desesperanza real: El mundo no tiene remedio. La esperanza cristiana es una esperanza histórica y colectiva. Esperanza tenía Abrahan, cuando se puso en marcha a donde Dios le llamaba, “sin saber a dónde iba”, esperanza tenía el pueblo hebreo cuando escapó de la esclavitud y huyó al desierto por el camino de los juncos que se anegaban con la subida de la marea, esperanza tenía Juan XXIII y todos los que le ayudaron a abrir las ventanas de la Iglesia. Esperanza tiene un pueblo cuando se pone en marcha.

La verdad es que hemos luchado mucho y hemos vivido momentos de impresionante solidaridad. Me vienen a la cabeza tres:

La reacción colectiva ante las bombas de los trenes, tan distinta de la que tuvieron los americanos, que lo dejaron todo para los bomberos y buscaron venganza. Aquí las mujeres bajaban con mantas y toallas, los jóvenes hacían camillas con la madera de los bancos, los médicos jubilados acudían a los hospitales, los psicólogos a los depósitos de cadáveres, los conductores despejaron Atocha en hora punta en diez minutos para dar paso a las ambulancias, los bancos de sangre se llenaron y todos colectivamente hicimos lo que pudimos.

Los mochileros y mochileras que se pusieron en marcha para recoger el chapapote y se limpiaron mil kilómetros de playas de forma altruista y gratuita.

Y a plano internacional, la solidaridad ante el terrible huracán Mitch.

Pero ahora, en estos momentos de crisis estamos atenazados, aburridos, desesperados, viendo cómo van desmontando todo lo que hemos montado con tanto esfuerzo colectivo.

Los jóvenes se ponen en marcha. No está todo perdido. Pero flaquea nuestra esperanza y nuestra solidaridad.

Los que pasan o pasamos de largo ante tanto apaleado debemos reflexionar y recuperar la solidaridad y la esperanza.

Termino con una cita de Miqueas:

“Te daré a conocer lo que es el bien y lo que Dios pide de ti. Solamente esto: Que hagas justicia, que ames tiernamente y que camines humildemente junto a tu Dios” ( Miqueas 6,8).


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