ENTREVISTA A HORACIO EICHELBAUM

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Por Luis Pernía Ibáñez

      Le conocí cuando leía su libro Un planeta a la deriva, donde reflexiona sobre el progreso y la democracia como mitos del poder global y quedé impresionado del profundo análisis de los problemas de nuestro tiempo. Luego me fui acercando a este periodista argentino nacido en 1937 en Buenos Aires, leyendo sus columnas en el diario La Opinión de Málaga. Y fui conociendo retazos de su vida, desde autor de canciones de gran éxito en Argentino como “La del televisor”, de 1972, hasta los guiones de media docena de documentales sobre temas de salud pública y vivienda. En Argentina fue coordinador del programas de televisión, como “La ciudad creadora”, que dedicaba espacios monográficos a personalidades como Jorge Luis Borges o Ernesto Sábato; trabajó también en varias emisoras de TV, en algunos casos batiendo records de audiencia, como “Juicio a la Revolución Liberadora”, en varias emisoras de radio y agencias de prensa de organismos estatales y privados. Fue redactor, corresponsal o colaborador de diversas publicaciones como La Marcha de Montevideo, Tiempo de la Ciudad de Méjico, Paese Sera de Roma. En España, fue corresponsal de diario Informaciones, colaborador de los diarios El Independiente y El País y  de las revistas Interviú,  Posible y Tiempo. Ya jubilado, sigue activo en diversas publicaciones, como la revista La Fragua, siendo amigo y consejero para muchas personas que trabajamos en los movimientos sociales.

 ¿Qué representa la idea de ‘ciudadanía’ en un mundo como el de hoy?

 La pregunta resulta difícil de contestar porque me obliga a una serie de aclaraciones previas. La idea de ‘ciudadanía’ está íntimamente asociada a la de ‘Modernidad’. De hecho, el tratamiento de ‘ciudadano/a’ se generaliza con la Revolución Francesa, cuando simboliza la abolición de las clases y la proclamación de la igualdad. A la postre, resultó ser un proceso en el que la naciente burguesía ganó terreno gradualmente, con la entusiástica participación de las masas, hasta ir desplazando al poder aristocrático, directamente ligado a la posesión de la tierra. Pero no se trataba en absoluto de la quiebra del sistema de clases sino del traspaso del poder de unos sectores sociales a otros: de los señores feudales a los señores burgueses. Para el ‘pueblo llano’ se abrieron compuertas y esperanzas y, de hecho, la participación popular fue cada vez mayor desde entonces hasta nuestros días. Pero básicamente el poder siguió estando en unas pocas manos.

La estructura de clases y las características de los distintos estratos sociales sufrieron grandes variaciones durante todo el siglo XX y hoy tienen poco que ver con la realidad descrita por el marxismo del S.XIX o por los sociólogos norteamericanos hacia la mitad del S.XX. Todos los esquemas de análisis fueron rebalsados por la realidad, como ocurre con frecuencia en el campo de las ciencias sociales,

Pero, contra lo esperado por muchos, no ha habido cambio en algo esencial: el ‘lugar’ donde se concentra el poder, donde se toman las decisiones. Aunque haya habido muchas variaciones, el poder sigue estando concentrado en unas elites muy reducidas. Ya no en unos grupos tan minúsculos como el de un monarca y su círculo de nobles, es verdad, pero también es verdad que, en proporción a la multiplicación de la población del planeta, hasta parece haberse concentrado más. Seguramente no es así: lo que ocurre es que se ha centralizado y hoy puede decirse que todo el planeta está sometido, en una cantidad de aspectos fundamentales, a un mismo núcleo de poder.

¿El poder?

A principios del S. XVIII la población mundial apenas superaba los 700 millones. ¿Serían los dueños del poder el 0,01%, es decir, apenas unas 70.000 personas? Quizás. Y en 2015, cuando la población mundial se habrá multiplicado por diez, porque superaremos los 7.000 millones… ¿serán los dueños del poder también diez veces más, unas 700.000 personas? La cuestión puede tener su gracia pero no tiene demasiada importancia. En cambio sí la tiene que los que toman las decisiones fundamentales puedan imponerlas, de modo efectivo y en un plazo de tiempo relativamente breve, al mundo entero.

¿Es, acaso, la globalización?

Si. Por eso hoy se habla de globalización, señalando una serie de fenómenos pero no siempre subrayando el esencial: que es el poder el que se ha globalizado y poco a poco va anulando cualquier foco ‘rebelde’ que quiera mantener alguna autonomía.

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Si ahora retrocedemos de nuevo a la pregunta por la ‘ciudadanía’, no es más que para comprobar que aún hacen falta más aclaraciones antes de contestar. Si la Modernidad -o la Ilustración, si se prefiere: la palabra que resulte más abarcadora- representaba la llegada de un nuevo modelo de sociedad, pleno de avances, con la ciencia en el centro del escenario, con una cultura cada vez más extensiva e intensiva, con una participación popular creciente, a través de un sistema democrático cada vez más sólido y pleno de garantías…. Si todo eso formaba parte de la Modernidad a la que queríamos llegar, entonces nos hemos equivocado el camino o nos han birlado la meta mientras creíamos avanzar hacia ella…Y si no nos estamos acercando a esa Modernidad soñada, tampoco estamos avanzando hacia una ciudadanía plena.

Pero como -y esta sería la última aclaración previa: después, prometo contestar- hay una contradicción flagrante entre el ‘discurso’ de la Modernidad y la realidad política, social y económica que estamos viviendo…esa contradicción también abarca el concepto de ciudadanía y le hace ambiguo.

Bueno, ¿cual sería, pues, su repuesta?

La distancia -esa contradicción flagrante- entre el discurso y la realidad nos hace tener dos respuestas, dos actitudes, una ruptura de nuestra personalidad que pesa a nivel individual y a nivel social.

De una parte, en el primer mundo nos apegamos al discurso y reclamamos el cumplimiento efectivo de las promesas del sistema: en este caso, el ejercicio pleno de la ciudadanía; la consolidación e incluso la ampliación de esos derechos, en una democracia cada vez más abierta, en la que pretendemos que cada persona, cada votante, cada elector, no sea sólo un número, una estadística del cómputo electoral (Borges caricaturizaba a la democracia, quizás premonitoriamente, diciendo que era “un abuso de la estadística”), sino un ciudadano activo, que opine, discuta, presione y exija compromisos y después el cumplimiento de esos compromisos. Y que después siga avanzando hacia nuevas metas, creando nuevos y más eficaces mecanismos de participación.

Pero de otra parte sabemos -vivimos- una realidad en la que vemos que los derechos inherentes a la ciudadanía se van reduciendo, en un marco político y social que se va reajustando de acuerdo con los cambios económicos que son los que definen a la sociedad actual y los que generan los mayores retrocesos. Alguien recordaba hace poco que se empezó por una economía de mercado, que después pasó a ser ‘de libre mercado’ y que más tarde se convirtió en ‘sociedad de mercado’.

¿Una sociedad, que ya no es, y  que es mercado?

En ese punto estamos. La sociedad de mercado significa una estructura humana en la que la gente es preparada, adoctrinada y adiestrada para vivir en las condiciones que impone el mercado.

Se trata de un fenómeno cuyo análisis nos desviaría mucho del tema planteado. Pero digamos, muy sintéticamente, que se refiere a la competencia feroz que se entabla entre naciones con bajísimo nivel salarial y prácticamente sin conquistas sociales, que exportan al resto del mundo productos elaborados con costos mucho más bajos; o que, simplemente, acogen a empresas multinacionales que encuentran en ellos una mano de obra a muy bajo precio. En otras palabras: o el producto llega desde esos países a los nuestros, o se le da forma definitiva en países del primer mundo pero tras un proceso de fabricación que también se basa en las ventajas del ínfimo costo de la mano de obra.

¿Cual es el punto que marca el retroceso de los derechos ciudadanos?

Frente a esa competencia creciente, los países del primer mundo se ven presionados a desmontar gradualmente el llamado ‘estado del bienestar’. Para hacerlo necesitan contar con la imposible complicidad de quienes van a perder nivel de vida. Si tal complicidad no puede obtenerse, habrá que contar con medios para contener a esos ciudadanos; habrá que encontrar la forma de mantenerlos callados, de prepararlos para soportar, sin mayores protestas, una pérdida en su calidad de vida. Ese es el punto de fractura que marca la tendencia al retroceso de los ‘derechos ciudadanos’ en las sociedades democráticas consideradas avanzadas.

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La pérdida de derechos suele comenzar con la creación de guetos y ‘compartimientos’ sociales formados por población marginal (progresivamente por inmigrantes), a quienes se trata como ‘ciudadanos de segunda’, con un estatus de derechos humanos inferior al del resto de la sociedad. La población que, frente a los núcleos marginales, puede considerarse relativamente como privilegiada, no suele reaccionar frente a estos retrocesos. En algunos casos incluso ocurre lo contrario: la pérdida de derechos por los inmigrantes se considera como algo ‘natural’ y que ayuda a sostener los supuestos privilegios del resto de la población.

De este proceso surgen dos situaciones: una, que la población marginal es progresivamente más explotada y permite obtener así una mano de obra más barata, lo que puede devolver cierto nivel de competitividad en algunas industrias o en tareas agrícolas; otra, que eso permite ir reduciendo el nivel de ingresos del resto de la sociedad, creando ‘puentes’ que permiten a los poderes económicos graduar el flujo de mano de obra desde el núcleo central hacia las zonas marginales. Recientemente, una revista dominical mostró un ejemplo de este proceso con un reportaje a varios profesionales que no lograban llegar a los mil euros de sueldo, cifra que originó el apodo de ‘mileuristas’ a los jóvenes que, contando con una preparación profesional bastante satisfactoria, tenían que ‘conformarse’ con esa menguada cifra.

El caso es que, en el marco de unas formas de vida enormemente más restringidas, los niveles salariales de África, de China, de la India -de la mayoría de países del tercer mundo- suelen estar por debajo de los 100 y aún de los 50 euros mensuales. La pobreza absoluta se están situando en ingresos por debajo de un dólar diario (24 euros al mes).

¿Y nuestras reivindicaciones de los derechos ciudadanos?

Frente a esa realidad, tenemos que ser conscientes de que nuestras reivindicaciones de derechos ciudadanos y nuestras propuestas para ampliar el marco de la democracia y abrir nuevos canales de participación, pueden terminar por ser un ‘brindis al sol’.

Sólo que, lo mismo que cuando hablamos de que ‘otro mundo es posible’, tenemos que ser conscientes de que estamos utilizando el mismo lenguaje que el poder: puesto que quienes ejercen el poder mienten cotidianamente y pretenden hacernos creer que propugnan una democracia plena y comparten nuestras reivindicaciones, sigámosles el juego. Pongámoslos frente a frente ante sus promesas.

Al fin y al cabo, mientras se sigan viendo obligados a respetar el mecanismo electoral, dependerán de los votos de todos. De modo que tendrán que hacer demagogia y decirnos, al menos en parte, lo que queremos escuchar. Y tendrán que cumplir, al menos en parte, lo que hayan prometido. Es difícil, por no decir imposible, que de este modo podamos revertir el proceso. Pero es posible que logremos retrasarlo, que creemos situaciones contradictorias, que alcancemos éxitos y avances en aspectos concretos, aunque en otros sigamos retrocediendo.

Sin embargo, pienso que debemos ser conscientes en todo momento de que estamos adoptando ese lenguaje hipócrita: de que les estamos siguiendo el juego.

Los dueños del poder seguirán tomando las grandes decisiones. Ellos decidirán, por ejemplo, cuándo dan oficialmente por terminado el petróleo. Es decir, cuando ‘nos cuentan’ que ya apenas queda, porque actualmente hay aproximadamente para 140 años más (y aún pueden hallarse nuevos yacimientos), aunque ya nos estén preparando para hacer el traspaso hacia el nuevo negocio gigante, el de la vuelta a la energía nuclear. Y también ellos decidirán cuándo se acelera el proceso de la nueva ‘nuclearización’ del mundo. A nosotros nos dejarán las decisiones menores: decidiremos dónde se ponen los semáforos y alguna vez hasta podremos detener una urbanización ilegal. Mientras, nos irán ‘adoctrinando’ para que tomemos conciencia de que, mientras pretendamos ganar mil euros o más, y mientras reivindiquemos viviendas, coches, vacaciones y demás ventajas de las que -unos más, otros menos- gozamos actualmente, menos posibilidades tendremos de competir. Nos presentarán a los pueblos del tercer mundo como los ‘culpables’, los que, aceptando condiciones de vida miserables, nos están quitando el trabajo… tanto los que se quedan donde están como los que hacen toda clase de sacrificios y corren toda clase de riesgos para llegar al primer mundo.

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A mi modo de ver, tenemos que ser todo el tiempo conscientes de dos cosas: la primera es que ha sido Occidente -lo que es hoy el primer mundo- quien se apoderó de las riquezas del tercer mundo y quien financió su desarrollo, durante todo el siglo XX, comprando el petróleo a un precio ridículamente bajo (durante las primeras tres cuartas partes del siglo a un dólar (o algo más, pero sin llegar nunca a dos) el barril; ha sido, por tanto, un despojo en toda regla -un ‘vaciamiento’-, realizado durante varios siglos; y la segunda, que es este sistema de ‘sociedad de mercado’ el que está condicionando una gradual pérdida del nivel de vida en el primer mundo, y llevando a situaciones de infravida, cuando no de aniquilación (de ‘no-vida’) a los pueblos de la periferia.

¿Cómo podemos ‘educar para la ciudadanía’?

 Yo creo que en la extensa respuesta anterior va en parte la contestación a esta pregunta. El comentado choque entre el ‘mensaje’ que transmite el poder y el lenguaje brutal de los hechos marca una confrontación que a mi juicio hace muy delicada la cuestión de transmitir a los niños, en los distintos niveles del aprendizaje, los grandes principios contenidos en el concepto de ‘ciudadanía’. Se da una situación ambigua. Porque para el sistema es muy difícil negarse a la difusión de la idea de ciudadanía en los ámbitos educativos, ya que sería tanto como confesar que el mensaje que se transmite cotidianamente es falso.

Pero para quienes descreemos totalmente de ese mensaje también es un compromiso querer transmitirlo como si fuera verdadero. En cualquier propósito formativo -aunque se trate de adultos también, obviamente- hay un compromiso moral, explícito o implícito, de transmitir con honestidad unos conocimientos o unos valores. Así como el sistema no puede cerrar la puerta a la educación para la ciudadanía sin negarse a sí mismo, para quienes estamos convencidos de la hipocresía del sistema es factible adoptar el propio lenguaje del sistema para exigirle que cumpla sus compromisos pero no para actuar en función docente. Deberíamos hacer explícito que estamos aceptando un punto de partida falso porque tácticamente nos interesa marcar límites políticos, obtener ventajas sociales y crear contradicciones económicas al sistema. Y esta sinceridad nos permitiría, quizás, ganar credibilidad en nuestro propio mensaje docente, pero probablemente nos cerraría el acceso a los medios de difusión y formación del espíritu ciudadano.

 ¿Cuál es la relación entre la idea de ciudadanía y la de hermandad?

 No sé si son dos ideas muy emparentadas. Mientras la ‘ciudadanía’ la asocio con lo que venimos hablando desde el principio -la Modernidad, la Ilustración- la ‘hermandad’ la vinculo más con proyectos colectivos a los cuales, a mi modo de ver, lo propio de la Modernidad (que, aún impulsada con la mayor honradez, nace con una esencia individualista) es cerrarles el camino.

Yo siento el concepto de ‘hermandad’, de ‘fraternidad’, como modos de relación que florecen en proyectos colectivos, los enriquecen y a veces los hacen alcanzar instancias fulgurantes. Creo que es frecuente encontrar en ellos una cohesión ideológica muy fuerte, basada en una creencia o en un proyecto común. Ese nivel ideológico tal vez no tenga que ser un punto de partida: quizás pueda llegarse a través del trabajo en común y a medida que se va dibujando una meta colectiva.

No obstante esa raíz, tampoco me parece que se trate de términos opuestos o que no puedan asociarse en la realidad. Tal vez una propuesta de participación ciudadana que alcance un nivel muy alto de compromiso e interacción, pueda cargarse de un contenido tan poderoso y tan generosamente compartido que termine expresándose en términos de hermandad.

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