EL EVANGELIO DE LA TERNURA: VIVIR LA SEXUALIDAD DESDE LA BUENA NOTICIA

Silvia Martínez Cano

Teóloga Mujeres y teología

 «Y, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿ Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella, en cambio, ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso; pero ella, desde que entró, no ha cesado de besar mis pies. Tú no me pusiste ungüento en la cabeza, y ésta ha ungido mis pies con perfume. Por lo cual te digo que si ama mucho es porque se le han perdonado sus muchos pecados. Al que se le perdona poco ama poco» (Lc 7, 44-47).

 ¡Que dificil es a veces expresar el afecto a un amigo cuando eres mujer! Igual sucede a la inversa. En seguida se levantan las sospechas y las pequeñas risas. Todo acercamiento de sexos sugiere siempre una intención más allá del cariño. El tabú del sexo en el ámbito cristiano es una realidad cotidiana. Parece como si no nos pudiéramos tocar por si nos contagiáramos la impureza unos a otros. Y es contradictorio en un ámbito en el que el primer mandamiento es amar al hermano o la hermana. La relación filial, el amor de padres a hijos y a hijas, es asumido y practicado con facilidad, mientras que el amor entre hermanos y hermanas nos cuesta más. Y es que no damos el paso en distinguir qué expresión amorosa no conlleva sólo y en exclusividad, expresión sexual.

Vivir la sexualidad de forma sana no está reñido con ser cristiano o cristiana. Porque la sexualidad no sólo está referida a la genitalidad y al sexo de la persona. Se trata de un espacio más amplio de emociones y sentimientos hacia los demás, que tienen que ver más con las relaciones y la interpelación entre personas que la mera constitución biológica o las pulsiones sexuales.

Herederos de la cultura grecorromana y más concretamente del pensamiento neoplatónico y estoico, repudiamos todo lo que venga del cuerpo como algo impuro, vergonzoso y poco cercano a Dios. Es el rechazo a lo corpóreo como origen del pecado, porque en él mismo reside el deseo, que no es otro que el causante del pecado original. Por eso los padres de los primeros siglos tienen muy claro que hay que rechazar el mundo corpóreo para obtener los beneficios del mundo espiritual.«El amor de la carne es superado por el amor del espíritu. El deseo se apaga con deseo. Lo que se toma de uno engrandece al otro»[1]. No hay posibilidad entonces de compatibilizar las dos cosas a la vez. Si hay fe entonces hay control sexual. La ascesis pasará por eliminar toda pasión del cuerpo. Desde esta visión aquel que supera a su cuerpo es el más puro y espiritual y por tanto autoridad entre los otros. Por eso la sexualidad es poder. Porque permite controlar al que no es controlado y permite reprimir a los otros. A lo largo de la historia esta represión ha permitido a los que se consideraban puros culpabilizar a los que «permanecían en la carne». Las mujeres, y en especial las vírgenes, se mantuvieron y aún se mantiene bajo sospecha por su extrema «sensualidad». Controlar lo material permite controlar lo inmaterial.

Pero hay algo que falla en este discurso. Nos olvidamos del misterio de nuestra fe, aquello por lo cual no tendría sentido nuestra existencia. Dios se ha encarnado en el ser humano como muestra de su amor. Encarnarse, hacerse ser humano, y en concreto varón, porque para encarnarse hay que ser sexuado. Parece obvio, pero muchas veces no reparamos en ello. Jesús, el Cristo, era hombre, varón, ser sexuado como cualquiera de nosotros, uno de sus tantos rasgos de humanidad. Y aún así, no renuncia a su cuerpo y se hace asceta, sino que es capaz de transmitir la Buena Nueva desde lo cercano. Podemos afirmar que Jesús era profundamente humano, profundamente cercano y la cercanía conlleva el tocar a los demás. Juega con los niños -¡impensable en un rabino!- y se deja tocar por las mujeres (como la hemorroisa, como la que le unge con perfume). Aquello que hace impuro, porque pone en contacto dos cuerpos, él lo bendice como camino hacia lo divino, hacia el Padre. Por eso sana el cuerpo, para que también sane el espíritu.

De hecho muchos de los ejemplos que usa tienen que ver con la ternura. La palabra bíblica más afín al término ternura es ‘rahûm’ (de la raíz hebrea rhm)[2], que nos remite a un sentimiento localizado en el interior del ser humano, en las entrañas -rahamín-, que tienen que ver con el seno materno-rehem-, y corresponde a una vivencia fuerte de intercambio afectivo. En el Antiguo Testamento se expresa el amor de Dios hacia el ser humano como aquel que sale de las entrañas: Dios como padre-madre con todos sus hijos y con todas sus criaturas (Jr 31, 20; Sal 103, 13; Is 49, 14-15; 66, 13; Os 11, 1-4.7-9). Jesús toma estos ejemplos y los convierte en abanderado de su mensaje. Reivindica el cuerpo como lugar de encuentro con Dios -así lo vemos en el buen samaritano- y llama hacia la convivencia en el cariño más cercano.

Desde esta perspectiva el pretender ser espiritual, sin contar con el cuerpo no es ser humano. No permite el darse al otro, volcarse en la vida del otro, mantenerse unido a él y encontrar a Dios en él. La sexualidad aporta a nuestra experiencia religiosa la conciencia de la vida, de nuestras limitaciones como criatura finita y nuestras pasiones como seres amorosos. No expresar estos sentimientos es cercenar al ser humano, privarle de la expresión de su realidad más intrínseca, que es inevitablemente sexuada. La sexualidad ha de verse desde una visión holística, una realidad que refleja todas las dimensiones de la persona: la biofisiológica, psicológica, afectiva, social, cultural, axiológica, higienico-sanitaria y sin duda religiosa. Se trata de un dinamismo personal que forma parte del engranaje de crecimiento de la persona tanto exterior como interior y por tanto también en su diálogo y relación con Dios. La exteriorización de este mundo interior tan intenso y tan rico nos hace mejorar el intercambio con el otro, nos hace más personas.

Por eso acariciar es muy sano. El bebé conoce el cariño de la madre y el padre a través del tacto en un primer momento. Si se le quitan las caricias es probable que tenga muchas dificultades de expresión en la adultez. En general, tendemos a reducir nuestros afectos (gestos, caricias, abrazos … ) en la medida que nos convertimos en adultos. Es verdad que necesitamos menos estas manifestaciones afectivas porque tenemos otros recursos para captar el amor del otro. Pero tampoco habrá que abandonar la expresión con el cuerpo porque nos permite desarrollar nuestra sexualidad y sensualidad de una manera sana y ordenada. El cuerpo será lugar privilegiado de encuentro con el otro y con Dios. Por eso habrá que cuidarlo y reivindicarlo como elemento imprescindible de esa unidad armónica que llamamos ser humano. Sólo tenemos un cuerpo. En él sufrimos, y en él gozamos. Dolor y placer se canalizan a través del cuerpo hacia la experiencia básica de ser persona abierta a la creatividad.

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Y porque la sexualidad es dinámica y creativa, pone en funcionamiento miles de resortes en la persona. Es pues, una invitación a la realización del Reino de Dios en comunidad, y no en soledad, que aísla y constriñe al ser humano. Es una invitación a la relación profunda con los otros, a «intimar» en sociedad. Es en este proyecto donde tiene sentido el matrimonio, como pequeña comunidad amorosa que construye el proyecto de Jesús. La ternura y la sexualidad, ese pathos profundo que afecta a todo el ser, nos abre como[3] pareja y familia a la humanización, al encuentro, a la com-pasión y a la con-vivialidad .

El matrimonio sólo tiene sentido si es de tres (si Dios está en medio), porque el amor que se profesan los contrayentes no es para ellos mismos, encerrado en su pequeñez sino que por medio de su sexualidad creativa y generativa no solo traen hijos al mundo sino que contribuyen a dar calor a este planeta frío. Sin esta dimensión la familia cristiana no tendría sentido. Y por esto mismo, porque no estamos advocados a ser «familia» sino a ser amados y a ser amantes -y la familia es un medio para ello-, caben otras vocaciones que trasmitan esta ternura de Dios.

Cada persona habrá de desarrollar el fundamento fisiológico y afectivo de nuestra capacidad de amar, la sexualidad, que permite al individuo salir del narcisismo y el egoísmo [4] . Buscar demostrar al mundo en que vivimos que no se trata de poseer al otro sino de entregar la caricia, que siempre se ofrece y nunca se posee. El célibe en esta faceta tiene un lugar privilegiado de derroche de cariño, de modelo de amor desmesurado. Es imposible renunciar a la propia sexualidad y ser discípulo de Jesús. Es imposible rechazar la sexualidad y tener una experiencia de Dios equilibrada. Porque el deseo sexual no se agota en el otro, que es humano y finito, sino que se sacia sólo en el Otro, Dios infinito, amor sobreabundante que me colma.

En la media en que la sexualidad y sus formas se expresan espontáneamente y de forma natural, la persona deshace los nudos de su interior y establece fuentes de encuentro. Los pesares se reducen y las pasiones desmesuradas se aplacan. La espontaneidad nos equilibra, nos adhiere a los demás y nos vincula emocionalmente al mundo y a Dios.

En estos tiempos en que matrimonio y celibato han dejado de significar en la sociedad y en la cultura, casados, solteros, y célibes somos profetas del AMOR con mayúsculas, que surge de lo limitado -lo más físico y terrenal- y tiende a lo inabarcable, Dios.

 


[1] 1 San Jerónimo «To Eustochium», p. 28

[2] Rahûm, hannûm, hesed en hebreo, y spIágchna, oiktirmós, chrestótes, eleos en griego; se traducen ordinariamente por misericordia, clemencia, compasión, condescendencia, ternura, generosidad, piedad, bondad, cariño, benevolencia, gratuidad, etc.

[3] Cfr. BOFF, Leonardo. «San Francisco de Asís, ternura y vigor». Ed. Sal Terrae. Santander 1982. p. 2735; «Más que una atribución de género, la ternura es un ‘paradigma’ de convivencia que debe ser ganado en el terreno de lo amoroso, lo productivo y lo político».

[4] PUERTO PASCUAL, Cosme, «Comprender la sexualidad». Ed. San Pablo. Madrid, 1995. p. 100.

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