Ébano y arce: El mestizaje en la pareja

O.M.

Cuando contemplamos un mueble de madera nos recreamos en las betas, los nudos, el contraste y llevados por la moda pasamos del purismo del cerezo casi impoluto a la rotundidad del wenge profundo y alistonado. Nuestro hogar comenzó como un encuentro de contrastes llegados desde los dos extremos del espectro: éramos ébano y arce.

Nos conocimos hace más de un lustro. Hemos creído siempre que nuestros destinos habían sido engendrados y entrelazados desde antes de la creación del mundo y un día sin buscarlo se cruzaron por casualidad en un encuentro de CCP. Sonrisas, una o dos conversaciones breves en un idioma que ambos hablábamos como extranjeros,  pero que favoreció un primer acercamiento, intercambio de teléfonos y poco más. Vivíamos a más de cinco horas de distancia. ¡Adiós, ya hablaremos! Pronto se produjo la primera llamada. Era Navidad. Comenzó un intercambio epistolar preñado de sinceridad e ilusión. No había nada más que amistad entre nosotros pero era de las auténticas, aquellas que se comunican directamente al corazón. Después de varios meses cierto acontecimiento triste acelera el reencuentro cara a cara. Era como si el terreno estuviera labrado y abonado, esperando la siembra. Ambos estábamos nerviosos. Habíamos compartido impresiones, opiniones, planes, visiones del mundo siempre desde la distancia, ¿qué sucedería en la cercanía?

Fue sencillo, nos sentimos como almas complementarias que se habían esperado desde tiempo.  En aquel momento el ambiente que nos rodeaba mostraba enorme recelo y temor hacia el inmigrante, estamos hablando de hace más de una década cuando casi ni existían los teléfonos móviles. Seria muy ostentoso decir que fuimos valientes,  pero la realidad es que no tuvimos miedo. Pudiera decirse que éramos una versión encarnada del texto bíblico que dice que donde hay amor no existe el temor. No quiero decir que estuviéramos ciegos, como se supone a los enamorados; tampoco era un exceso de ilusión ni de confianza en nosotros; la verdad es que teníamos FE. Una fe autentica y firme que se enraizaba en nuestra creencia común en aquel que lo sabe todo, lo puede todo y es capaz de convertir el desierto en un vergel. Sabíamos que lo que nos quedaba por delante era difícil: incomprensiones, sobreprotecciones, desengaños… Todo habría de llegar a su tiempo por parte de familiares, amigos y nosotros mismos; nos sentíamos, no obstante, equipados para superarlo. Teníamos un aliado poderoso a nuestro lado,  el espíritu de fortaleza.

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Queríamos vivir en verdad y en la verdad,  por eso nos casamos muy rápido contra el consejo de muchos muy cercanos a nosotros. Hubo otros muchos que nos apoyaron en todo momento y hacia ellos sigue vivo nuestro agradecimiento. Nos adentrábamos en una ruta inexplorada, éramos peregrinos en un camino que estaba por hacer y nos pusimos a caminar. El verano siguiente llegó fecundo y nos trajo a nuestra hija. Estábamos solos en la madrugada de camino al hospital y sabíamos muy bien lo que éramos: dos que habían decidido fundirse en uno y después de esa noche haríamos posible un mundo diferente en el que los seres humanos nacerían como frutos del encuentro, la compresión y la acogida. Ella llega a nosotros preciosa y fuerte, tanto que el pediatra se sorprendió por que su cabeza se sostenía perfectamente erguida. Cuatro años después llega nuestro hijo, con los ojos abiertos y contemplando la vida con decisión desde el principio. Así es como hemos querido educarlos, seguros de sí mismos y conocedores de sus orígenes. Africano-europeos, ciudadanos del mundo, eso son ellos, los que nos seguirán, son nuestra esperanza y prolongan nuestra fe. Hemos querido mostrarles un mundo que nosotros creímos posible desde el principio. Hemos viajado y viajaremos para abrir su mirada y enraizar sus experiencias. Bailamos al son del tambor y también del violín. A veces comemos patatas fritas y otras tantas yuca.

Nos hemos sentimos observados y juzgados, nos hemos equivocado en muchas cosas y hemos caído quebrados en incontables ocasiones. Sin embargo, damos testimonio de que nuestra esperanza era cierta y todo este tiempo ÉL nos ha conducido “en la palma de su mano”. Si nos gozamos en algo es en haber tenido fe, ese es nuestro tesoro.

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