DESDE EL EVANGELIO: CUMPLIR LA LEY, PERO YO OS DIGO…

 Isabel Navajas y Antonio GIL DE ZÚÑIGA

 Jesús de Nazaret es un judío marginal según John P. Meier en su voluminosa obra sobre el Jesús histórico y en este dato centra la hermenéutica de los textos del NT. Pero nos parece que no es suficiente. Hay que añadir que Jesús de Nazaret es un judío laico, que nació como judío laico, ejerció su ministerio público como judío laico y murió como judío laico. Desde esta perspectiva se debe analizar su comportamiento y sus actitudes éticas frente a la Torá o la ley. Esta actitud laica de Jesús de Nazaret se materializa en unas rupturas insospechadas con la ley y con lo que ésta significa. Debemos resaltar, en primer término, su ruptura con el templo. Entendemos que ésta es la que posibilita todas las demás que relatan los evangelios.

1. El templo

La religión institucional o sacerdotal da prioridad a la fe en su relación con el Trascendente, mientras que la religión laica, profana en la terminología de Ortega y Gasset, pivota sobre la ética. El espacio de la primera es el templo, el recinto sacro; en el de la laica su territorio es lo profano, es decir, todo lo que está delante del templo, la realidad mundana en toda su variedad.

El ideal de un judío es habitar en el templo, el espacio vital del sacerdote. Los poetas bíblicos en sus salmos recogen con frecuencia este anhelo: “Una cosa pido al Señor, y sólo eso es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal 27,4). De ahí el anhelo de compartir la suerte y el privilegio del sacerdote: habitar en el recinto sacro. Pero además hay que añadir un elemento nuevo y es que del templo sale la ley (Is 2,3).

Jesús de Nazaret es un judío piadoso y cumplidor de la Torá y visita el templo de Jerusalén conforme a la ley; sin embargo, tiene el templo en su punto de mira. Entre otras razones porque el ser humano lo convierte en cueva de ladrones y en un lugar de intercambios comerciales. El templo, el lugar sagrado de la presencia de Dios, se ha pervertido; los sacerdotes así lo han permitido. En el diálogo con la samaritana lleva a cabo la “destrucción del templo”. El escenario no puede ser más comprometido y de profunda carga significativa: Jesús y una mujer, samaritana para más señas, solos en un descampado junto a un pozo. Jesús y la mujer dialogan; un diálogo intenso donde la mujer no se arredra y Jesús ante la interpelación de la samaritana revela una verdad profundamente laica: “pero se acerca la hora, dice Jesús, o mejor dicho, ha llegado” (Jn 4,23) en que ni en aquel monte próximo a la ciudad samaritana de Sicar ni en Jerusalén se adorará a Dios; o lo que es lo mismo, no son lugares exclusivos para relacionarse con Dios. Se inicia así un camino religioso diferente, autónomo; es la religión alimentada en el interior de cada ser humano, sin ritos ni liturgias propios del templo y exclusivos de hombres sagrados.

Pero no hay que olvidar que “del templo sale la ley”. Una ley que aliena y no es liberadora. Jesús “destruye” el mito judío del templo. Y su nuevo templo no es el de los sacrificios, sino el de la misericordia, que se refleja en sus parábolas, en el sermón de la “montaña” o en el test del juicio final, que para J. M. Valverde es un juicio “ateo”. Hay que reconocer que la historia nos visualiza una realidad diferente, si la observamos desde la perspectiva histórica actual.

Nuestra cultura occidental no puede explicarse sin el templo, sin el sacerdocio, sin el monacato. Es curioso que cincuenta años después del concilio Vaticano II la liturgia realce la figura del templo; de templos físicos como la Basílica de Letrán, las catedrales… Estos lugares físicos transfieren su significación y se convierten en signo del poder del papa o del obispo; e.d., del sacerdote. Cuando el significado del templo se pervierte, pasando de lugar sagrado de oración y de la presencia de Dios a lugar de poder y de autoridad, se genera una cultura de nacionalcatolicismo, por utilizar un vocablo próximo a nosotros, donde lo sagrado penetra en todos los rincones de la vida civil: en la política, en lo social, en la ética, que se convierte así en moral. Los valores monacales, del que “huye del mundo”, se imponen hasta el punto de que las conductas laicas se han de adaptar a quien ha huido del mundo y ha adoptado por iniciativa propia una vida apartada, de renuncia. Y esta conducta es la que se propone como paradigma para el resto de los mortales. Tal vez lo más llamativo se refiere a la conducta sexual. Un texto de san Anselmo lo ilustra: “La virginidad es oro, la continencia plata, el matrimonio cobre; la virginidad es opulencia, la continencia medicina, el matrimonio pobreza; la virginidad es paz, la continencia rescate, el matrimonio cautiverio…”

La “nueva ley” de Jesús de Nazaret es la misericordia, el perdón, el amor a los enemigos…, es decir, una ética liberadora. Como se recoge en un cuento rabínico, donde el gran rabino Johanan ben Zakkai, al salir de Jerusalén y contemplar el templo en ruinas, le dice a su acompañante: “Tenemos otra expiación tan eficaz como la del templo; son los actos de bondad amorosa, como está dicho ‘Yo deseo misericordia y no sacrificios’” (Os 6,6).

2. El sábado

La inobservancia de la “ley del sábado” es castigada con la pena capital, según establece Éx 31, 14, y ello es debido a que es “un día santo”. Es, pues, una ley emanada del templo y, por lo tanto, bajo ningún concepto puede eludirse. Jesús conocía muy bien su alcance y no por eso se arredra con su desobediencia laica.

Pero esta desobediencia está motivada no desde el yo, sino desde el otro; no desde la necesidad propia, sino desde la necesidad del otro. La razón no es otra que la misericordia, es decir, pasar la necesidad ajena por el corazón, como indica la etimología de esta palabra. Los textos sobre la ley mosaica del sábado son numerosos, sin embargo vamos a resaltar el de Mat 12, 1-8. Los discípulos de Jesús acuciados por el hambre arrancan unas espigas y se las comen. Era sábado y los fariseos critican esta acción como ilegal. Jesús argumenta con datos: a) David, en cierta ocasión, sintiendo hambre él y los que le acompañaban entraron en el templo y comieron “los panes de la proposición”, que sólo estaba permitido a los sacerdotes (I Sam 21,6); b) los propios sacerdotes violan la ley del sábado al realizar actividades dentro del templo (Num 28,9-10) y no por ello se les culpabiliza. Jesús apostrofa con su “pero yo os digo que lo que aquí hay es más grande que el templo”; es decir, seres humanos hambrientos o con unas necesidades perentorias e inaplazables; éstos son más “grandes que el templo” y que cualquier ley emanada del mismo. De ahí su corolario: “Si entendierais qué significa ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, no condenaríais a los inocentes”.

Nuestra sociedad capitalista ha sacralizado la propiedad privada, hasta el punto de que se resalta más lo particular sobre lo social, las necesidades individuales sobre las sociales, llegando su aplicación a extremos injustos, pues la ley, como bien decía Tomás de Aquino, se confecciona y promulga para el bien común. Con razón algunos historiadores sostienen que el eslogan de la revolución francesa (una revolución burguesa) no es “liberté, égalité, fraternité, sino liberté, égalité, propriété”. La propiedad es, pues, la piedra de toque de nuestra sociedad en estos momentos actuales de gran penuria, como refiere el poeta alemán Hölderlin para su tiempo. Nuestra sociedad (los ricos, los políticos de derechas, los medios de comunicación afines…) se rasga las vestiduras ante los gestos sociales de misericordia a favor de los desprotegidos. Léase los llevados a cabo por el SAT en algunos híper de Andalucía, Carrefour y Mercadona, o los de aquellos que impiden el que se realice el desahucio de una vivienda. La aplicación inmisericorde de la ley, hecha por los ricos contra los pobres, conlleva que se les “quite la esperanza” (es la etimología de la palabra “desahucio”). Hoy más que nunca hay que aplicar lo que escribía san Jerónimo: “Rico, ladrón o hijo de ladrón o nieto de ladrón”.

3. La mujer

Cuando los discípulos de Jesús llegan al pozo de Samaria se quedan atónitos al ver que Jesús hablaba con una mujer. No es para menos en una sociedad donde la mujer no tenía el estatus jurídico de ser humano (el marido según la etimología hebrea es su dueño) y además era el origen del mal en la tierra (relato mítico del Génesis). Pero Jesús no sólo habla de igual a igual en un descampado y a solas con una mujer, además da la cara por ella y se enfrenta una vez más con los fariseos, defensores acérrimos de la letra de la ley. Una mañana, “enseñando en el templo” (Jn 8, 2-11), marco reforzador de la ley, los fariseos le presentan a una mujer sorprendida en adulterio y, según la ley mosaica, debería ser lapidada. Jesús les sorprende con aquel “El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero”. Se marchan uno tras otro y Jesús dice a la mujer: si nadie te condena “yo tampoco te condeno”. Perdón y misericordia ante un ser despiadada y socialmente desprotegido: la mujer.

Jesús de Nazaret reconoce la dignidad humana de la mujer y un rol social de autonomía. Entre las actitudes de las hermanas Marta y María (Lc 10,38-42) se inclina por el rol de María que rompe con el que representa Marta, el de afanarse por el servicio doméstico. Jesús, aun reconociendo la actitud de servicio de Marta, alaba la ruptura del papel de la mujer dentro de la casa y su autonomía, de tal manera que para él “María ha escogido la mejor parte”.

Es preciso reconocer que la mujer tiene por delante un largo camino hacia su liberación, incluso en nuestra sociedad española. No tanto de leyes, cuanto de reconocimiento social: autonomía sexual, doméstica, laboral… Y si nos referimos a la Iglesia católica el horizonte de su liberación se aleja considerablemente. Y como la ley emana del templo, de inmediato se aplica que es de derecho divino todo lo que se refiere a la mujer: autonomía sexual (matrimonio), sacerdocio, episcopado, cargos de responsabilidad… En el poemario “Palabras para este tiempo” hemos escrito: “Hasta Roma/ donde habita la mirada torva/… días tras días, años tras años/siglos tras siglos te ignora”. Pero aun así “Se acerca esplendente tu alba/nuevo horizonte/ no es un pasajero deseo de la historia/ es una firme e irrenunciable esperanza”. La ley, para muchos, “sale del templo”; es, pues, una ley inamovible, de “iure divino” en el argot jurídico religioso; es el recurso poco consistente del poder religioso para decir que tal norma no puede ni debe cambiarse. Jesús no dictó leyes de “iure divino” que asfixian al ser humano; sólo la ley del amor y la misericordia, que liberan. Y su actitud es de desobediencia ante leyes injustas.

El gran pedagogo L. Milani escribía en “Carta a una maestra”: “Yo no puedo decir a mis muchachos que el único modo de amar la ley es obedecerla. Lo que puedo decirles es que deberán observarlas cuando sean justas (e. d., cuando sean la fuerza del débil). Cuando vean que no son justas (e. d., cuando legitimen el abuso del fuerte) deberán luchar por cambiarlas. Hay que tener el valor de decir a los jóvenes que todos son soberanos, que la obediencia ya no es virtud, sino la más engañosa de la tentaciones”.


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