CIUDADANIA Y FRATERNIDAD

Joaquín GARCÍA ROCA

                                               Universidad de Valencia

 El advenimiento de la cultura de la ciudadanía, a lo largo del siglo XX, libró al mundo de la fraternidad de graves derivas, que le acercaban a las acciones benéficas sin conciencia crítica, a la filantropía sin voluntad de trasformación, a la ayuda asistencial sin conquistas de derechos, a las ambulancias mundiales sin desarrollo humano. Las expresiones sociales  de la fraternidad, por efecto de la emergente cultura de la ciudadanía, se fue desprendiendo del asistencialismo, de  la privatización de los valores, del “buenismo” y de la mercantilización del don. La ciudadanía ha liberado a la fraternidad de convertirse en simple paliativo de las contradicciones sociales, le confirió conciencia crítica  y sensibilidad para adentrarse en los procesos largos y sostenidos más allá de la acción puntual. De modo que la ciudadanía ha salvado a la fraternidad de muchas derivas, y no puede decirse que la tarea esté ya realizada.

 El siglo XXI está cambiando el paisaje de lo social y solicita que la fraternidad venga en ayuda de la ciudadanía y le libere de sus propias derivas, en particular de su fuerte tendencia hacia la abstracción, que se despliega en declaraciones retóricas sin la necesaria atención a la realidad concreta, en políticas pragmáticas y posibilistas, que le hace renunciar a los componentes utópicos que caracterizaron históricamente el nacimiento de la ciudadanía  y hacia la mentalidad burguesa, que defiende la ciudadanía civil y política sin ciudadanía social. En contacto con la cultura de la fraternidad, el ejercicio de la ciudadanía abandona la frialdad del derecho, se hermana con la cordialidad,  se fecunda con trayectorias vitales que amplían el  “nosotros” humano y cuestiona la confusión entre ciudadano y burgués. De modo que la fraternidad está llamada hoy a auxiliar a la emergente cultura de la ciudadanía.

 Desde las preocupaciones de aquellos que viven y militan a la luz y por la fuerza de la fraternidad en el interior de los barrios de las ciudades, desde los que acogen por fraternidad a los desechados de la producción, desde los que acompañan fraternalmente a los malheridos  en la competición, desde los que comparten como hermanos y hermanas el pan y la salud con los excluidos….se celebra gozosamente todas las adquisiciones de la actual cultura de la ciudadanía, pero se advierten el potencial conflicto que existe entre la fraternidad y la actual cultura de la ciudadanía. Desde esos no-lugares, se percibe que la ciudadanía y la fraternidad  se exigen, se requieren y se impregnan mutuamente. Cuando interactúan y se afectan recíprocamente , la fraternidad se convierte en la última frontera de la resistencia y de antagonismo ante las trampas de la  ciudadanía cuando es pura retórica y exaltación del sujetos burgués.  La fraternidad, en este contexto, ayudará a la nueva ciudadanía a encontrar sus energías liberadoras, lo cual no será posible sin una relación conflictiva que genere  nuevas energías sociales, nuevos compromisos para la acción y renovados estilos de militancia. Esta es la prueba de la ciudadanía.

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Los préstamos de la ciudadanía

 La cultura de la ciudadanía se sostiene sobre tres convicciones sustantivas, que se despliegan en forma de pertenencia a una comunidad política, de elección de un modo de vivir con los otros y unos derechos protegidos jurídicamente.

  Por una parte significa que el ser humano no ha nacido para ser vasallo  ni súbito ni soporta con agrado la dependencia y la imposición, sino que está domiciliado simultáneamente en el arraigo social y en la libertad personal. Junto a sus lealtades comunitarias y pertenencias históricas, que la vinculan a tierras y a tradiciones, los seres humanos nos convertimos en ciudadanos cuando elegimos convertir el destino en camino a seguir, cuando elegimos y participamos libremente en la construcción de las oportunidades colectivas por las cuales formamos parte de una comunidad política. Por ello nos movemos conscientemente  en búsqueda de mejores condiciones de vida y espacios de libertad. Como diría Juan GOYTISOLO, somos más pies que raíces.

 En segundo lugar, la condición de ciudadano indica que los seres humanos no solo tenemos problemas, sino que también tenemos soluciones, no sólo producen demandas que dirigen hacia fuera sino respuestas que se dan ellos mismos. La ciudadanía se despliega como civismo y construye de este modo una convivencia basada en la confianza y  en el ejercicio de la responsabilidad. De este modo, la comunidad se hace competente y produce comunitariamente su propia historia. Como recordaba estos días la candidata socialista a la presidencia francesa recordando a Kennedy, Segalin ROYAL “no os preguntéis qué puede hacer el país por vosotros sino que podéis hacer vosotros por vuestro país”.

 En tercer lugar, la ciudadanía alude a los derechos que le corresponden a la persona por su condición de miembro de un colectivo y garantiza por ley los mínimos imprescindibles para vivir humanamente; el contenido de la ciudadanía marca, en palabras de Antonio ELIZALDE “la línea de dignidad”.  El reconocimiento de los derechos marca la altura de una sociedad decente, de una institución ajustada, de una sociedad buena. No reconocer los derechos es el acto mayor de humillación ya que nos convierte en objeto, en instrumento, en producto.

 La gran cuestión actual consiste en articular entre sí las tres dimensiones que connota la ciudadanía: una situación de hecho que alude a la pertenencia a una colectividad, ciudad o estado; una cualidad adquirida por la participación cívica en los asuntos públicos, y una condición  jurídicamente garantizada. Nacemos en un lugar, participamos en sus asuntos y adquirimos el derecho a ciertos bienes de justicia. En consecuencia, la ciudadanía tiene tres almas: la pertenencia, la participación y el derecho.

 Los préstamos  de la fraternidad

 La fraternidad, por su parte, se ha construido con distintos materiales que proceden de las grandes religiones  y sabidurías mundiales. En primer lugar, la fraternidad postula la vuelta del sujeto que ama y es amado, que espera y desespera, que mira y es mirado, que busca y es buscado. No tolera ni el anonimato, que disuelve a la persona en colectivos  ni la abstracción, que pasa de puntillas por encima del ser concreto. De este modo, la  fraternidad se hermana con el reconocimiento que se despliega en la recuperación del nombre y de la biografía personal.

 En segundo lugar, la fraternidad postula la perspectiva empática como energía para la construcción de las relaciones sociales. Declara insuficiente la perspectiva externa, que antepone el compromiso con la sociedad, cuyo interés es controlar a la persona  o con la lógica institucional que los reduce a registrados, documentados e indocumentados. La persona es productora de significados y no pueden equipararse a objetos, son autores que luchan por trascender y no sucumbir a sus circunstancias. De este modo, trasciende lo que son causas, fuerzas y decretos para comprometerse con lo real; sus experiencias básicas de la fraternidad no proceden del mundo del derecho sino del mundo de las  relaciones personales. 

 La fraternidad se sostiene sobre lo que Maria ZAMBRANO atribuye a la poesia, que “ha sido en todo tiempo vivir según la carne…Vivir según la carne de la manera más peligrosa para el ascetismo filosófico: vivir según la carne y más aún dentro de ella; lo penetra poco a poco; va entrando en su interior, va haciéndose dueño de sus secretos y al hacerla transparente, la espiritualiza…la hace dejar de ser extraña”. De este modo, la fraternidad introduce otra racionalidad que aleja del paradigma racionalista para crear mundos posibles, rutas no navegadas, alternativas de acción que superan la escisión entre teoría y  práctica, entre amor y conocimiento, entre pasión y  racionalidad.

 Y en tercer lugar, la fraternidad, al introducir la individualización y la empatía, rompe la racionalidad técnica para crear lo inaudito, la creatividad, la innovación o la cordialidad y al hacerlo rompe la cadena de consecuencias previstas, incluso se producen exactamente lo contrario de lo que se perseguía; tal es el poder del sujeto intervenido. De este modo la paradoja consiste en mostrar la incapacidad de dominar los resultados esperados y muchas veces se obtienen aquellos que no se buscan directamente. Quedamos de este modo domiciliados en la incertidumbre de los resultados y en la presencia permanente de la paradoja a causa de los efectos colaterales que toda relación interpersonal comporta.

 La fraternidad viene en ayuda de la ciudadanía con tres préstamos esenciales: el reconocimiento de la centralidad de la persona, la empatía cordial con el otro y el dinamismo de lo inaudito.

 La tarea actual consiste en fecundarse entre sí ambas tradiciones. La fraternidad que no promueva los derecho fundamentales, la participación en los asuntos públicos y el reconocimiento de su dignidad no pasa la prueba de la modernidad. La ciudadanía que no se impregne de la  centralidad del sujeto, de la generosidad personal y de la incondicionalidad no podrá orientar el camino de la humanidad.

 La construcción de la ciudadanía en la actualidad necesita de todos los materiales que proceden de la tradición ilustrada y de la modernidad socio-política, pero precisa para ser humana de incorporar la herencia de la  fraternidad que ha sido ofrecida por las grandes confesiones religiosas y las sabidurías mundiales, como valores que se atrevieron a hacer propuestas de felicidad. La fusión entre ciudadanía y fraternidad ha generado la actual vigencia de la solidaridad, que se despliega en energía personal y horizonte colectivo

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