A MIS HERMANOS OBISPOS

José Ignacio González Faus S.J

Responsable del área teológica de “Cristianismo y Justicia” 

Este verano algunas actuaciones o palabras de las autoridades eclesiásticas suscitaron dolor y queja en la opinión pública. Tanto, que alguien de vosotros llegó a un renacer del anticlericalismo y de persecución contra la Iglesia. No desconozco los ribetes sectarios de algunos anticlericalismos hispanos. Pero temo que lo que llamáis persecución no es más que la saturación y hartura de buena parte de la sociedad (tanto de no creyentes como de muchos cristianos) contra modos de actuar que nos son difíciles de entender.

Estas líneas intentan deciros desde dentro y desde la fraternidad, lo que otras muchas voces dicen desde fuera y desde la desconsideración. He procurado contar hasta cien antes de hablar (y no cien segundos, sino cien días) para hacerlo con calma y sin resquemor. Quiero ser cristiano y serlo con la máxima fidelidad al Evangelio. Pero debo confesaros que la institución eclesiástica es la cruz de mi fe.

En el corto espacio de que dispongo me gustaría deciros por qué:

1. No somos testigos del Dios Vivo, sino de un pasado muerto. Como seguidores de Jesús parece que nuestra tarea debería ser: “Anunciar al hombre de hoy el Misterio más profundo, más santo y liberador de su existencia, que lo redime del miedo y de la autoalienación, y al que llamamos Dios… Mostrar al hombre de hoy el camino que conduce de forma creíble y concreta hacia la libertad de Dios”.  En lugar de eso moralizamos precipitadamente contra todo lo que nos incomoda. Olvidamos que  “la tradición sólo puede mantenerse allí donde se buscan honradamente nuevos caminos y medios de vida”. (Ambas citas, y las demás que aparecen sin otra referencia en este artículo, son de K. Rahner.)

2. La Imagen que damos de la Iglesia no es la de un “sacramento de salvación” (señal de que Dios se ha identificado gratuita y definitivamente con este mundo empecatado), sino la de una institutriz gruñona y provecta que, a base de riñas, trata de afirmarse a sí misma más que de educar. No pocas veces, y en cuanto a contenidos concretos, quizá estaría yo más cerca de vosotros que de la cultura en que me muevo. Pero lo que la sociedad adulta no soporta es ese tono de que nosotros somos los únicos buenos y todo lo demás es maldad.

Por eso:

3. No damos en absoluto la sensación de amar de verdad a este mundo, al que dice el Evangelio que Dios amó tanto que le envió a su Hijo, no para condenarlo, sino para salvarlo. Por mal, el objeto del amor de Dios es este mundo, no la Iglesia.

Ésta debe ser sólo señal y cauce de ese amor; y no puede mirar al mundo como el campo del mal al que ella debe dirigir y controlar o del que debe apartarse para vivir en otra órbita, pero siempre sin tener que aprender nada de él: “¿Por qué no nos atrevemos a decir con humildad y sosiego, variando un poco un dicho de San Agustín: muchos que Dios tiene no los tiene la Iglesia y muchos que tiene la Iglesia no los tiene Dios?”

4. No podemos seguir creyendo que toda la sociedad es católica, salvo unas pocas voces estentóreas que, o bien niegan la fe o no la reconocen en las proclamas de la institución, pero que son minorías despreciables ( unque magnificadas por los medios). Sin embargo: “La actitud de ciertos católicos, de tipo convencido, tieso y militante, tiene algo de primitivismo cultural, algo del carácter de la pequeña burguesía que se encierra en sí misma y se atrinchera en un gueto. Esos hombres se cierran y actúan como si en el mundo sólo existieran cristianos”. No es éste el mundo en el que nos movemos, salvo para los que no hayan superado aún el nacional catolicismo.

Por poner sólo dos ejemplos: sorprende vuestro reduccionismo de la fe cristiana a temas de moral sexual y a que la legislación civil refleje lo que consideráis lícito en este campo. En los evangelios apenas hay dos pasajes referidos a la moral sexual y son, por supuesto, exigentes como lo es todo el Evangelio. Pero la mirada de Jesús se dirigía mucho más al sufrimiento humano, a la enfermedad, a las opresiones en nombre de Dios o del dinero, a la mujer marginada, a la posibilidad de la paz interior y a todas esas pequeñas conquistas de libertad, que cuando se dan, Jesús las leía como signos de que se está acercando el reino de Dios.

Mucho más duro es el evangelio con los ricos, aunque esto no parece preocuparnos pastoralmente. Vuestras palabras se parecen más a las del romano Catón, que a las del judío Jesús llamado el Cristo.

La enseñanza de la religión en la escuela es sin duda un problema sin resolver. Pero entre los muchos amigos no creyentes que tengo, el 90% son fruto de aquellas clases de religión en la escuela franquista. Y esto me hace preguntarme: ¿es tan importante la obsesión por tener “grandes plataformas” cuando luego tenemos tan poco que decir desde ellas? Jesús enviaba a los suyos a predicar imponiendo una notable pobreza de medios, pero dando una gran riqueza de contenidos. Nosotros parece que nos empeñamos en evangelizar con riqueza de medios pero, hoy por hoy, con notable pobreza de contenidos.

Todos rezamos en el breviario “Ayuda con tu gracia a los obispos de la Iglesia, para que con gozo y fervor sirvan a tu pueblo”.  Ese servicio gozoso implica un gran amor a la libertad. Pues, aunque los hombres abusemos tantas veces de ella, sólo lo que brota de una libertad total merece el nombre de auténtica bondad humana.

 Y perdón por estas palabras. Pero creo estar dentro de la enseñanza eclesiástica y del catecismo, que defienden la necesidad de la opinión pública y aún de la crítica en la Iglesia. Aunque luego, como venganza camuflada, se me busquen las cosquillas  por otro lado.

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